Aub, Max

Biografia

Max Aub (París 1903 – Mèxic 1972) Escriptor en llengua castellana d’origen alemany. Fou educat a França i, traslladat a València el 1914, es naturalitzà espanyol. Viatjà per Europa. El 1920 començà a escriure, sobretot teatre, i féu la primera estrena el 1927, amb El desconfiado prodigioso, en versió catalana feta per Josep M. Millàs i Raurell. Integrat dins els corrents d’avantguarda i influït pel barroc espanyol, destaquen d’entre la producció d’aquesta primera etapa les novel·les Fábula verde (1933) i Luis Álvarez Petreña (1934) i les peces dramàtiques Narciso (1928), Espejo de avaricia (1935) i Pedro García López (1936), en les quals es lliga al teatre clàssic burlesc. Dirigí teatre universitari a València (1935-1936), i desplegà una gran activitat al servei de la República com a director del diari “Verdad” (1936), com a secretari del consell nacional de teatre (1937-39), etc. El 1939 emigrà a França i el 1942 s’instal·là a Mèxic fins el 1969, que tornà a l’estat espanyol. A Mèxic inicià la redacció del seu cicle narratiu més important, entorn de la guerra civil espanyola, titulat Ellaberinto mágico: Campo cerrado (1943), Campo de sangre (1945), Campo abierto (1951) i Campo del moro (1968). El seu llenguatge barroc adquireix en aquests moments la màxima perfecció al servei d’intencions cada cop més realistes. Al marge del cicle cal esmentar Las buenas intenciones (1954), Jusep Torres Campalans (1958), suposada biografia d’un pintor català, i La calle de Valverde (1961), ambientada a l’època de la dictadura de Primo de Rivera. Cultivà amb èxit la narració breu: Cuentos ciertos (1955), Ciertos cuentos (1956), Cuentos mexicanos (1959), etc. Escriví nombroses peces de teatre, sovint notables per llur experimentalisme: San Juan (1943), Morir por cerrar los ojos (1944), potser la més important, El rapto de Europa (1946), Deseada (1950), etc. Com a assagista, és autor de Discurso de la novela española contemporánea (1945), La poesía española contemporánea (1954), així com del seu llibre de memòries: La gallina ciega (1971). Col·laborà també en guions cinematogràfics, com, per exemple, en Los olvidados fet amb Luis Buñuel i escriví, a més, una aproximació biogràfica del mateix cineasta: Conversaciones con Buñuel (1985).

Obra

Campo cerrado

Campo cerrado és la recreació ambiental dels anys previs a la Guerra civil i de l’esclat d’aquesta a Barcelona. Narra la història de Rafael López Serrador, d’origen camperol, oficial argenter a Castelló i obrer Barcelona, home sempre vacil·lant en idees i conducta que es deixa portar pels fets; és capaç, no obstant, d’una tempativa d’assasinat contra “Gordo”, i d’un assassinat dut a terme com a pretext de classe vindicacitva, en la persona d’una vídua d’un esquirol. L’encreaument d’aspiracions i mòbils de lluita social amb obscurs ressentiments personals, instints incontrolats i motivacions tèrboles o inconfessables és evident. Planteja una societat en plena fermentació, amorfa, descomposta i conscient. Rafael, un cop endegada la guerra, morirà obscurament del tifus; la tensió i el dramatisme de la novel·la culminen amb el plantejament de la rebel·lió, i amb el desenllaç, de moment revolucionari, de la mateixa, a Barcelona. El propòsit de la novel·la és assenyalar l’opressió i la injustícia, denunciar l’explotació al presentar un personatge que no troba la solidaritat entre els grans, sinó entre els treballadors.

Campo de sangre

Campo de sangre és la recreació de la guerra civil espanyola entre el 31 de desembre de 1937 i el 10 de març de 1938 en l’ambient ciutadà de Barcelona, així com el front de combat de Terol. La primera part, al llarg de tretze capítols, amb digressions cap al passat, té com a marc temporal la última nit del 1937; fragmentada en escenes simultànies a càrrec de diversos personatges, entre els que destaca l’intel·lectual Paulino Cuartero que porta una vida matrimonial amarga i trista. La segona part dóna una imatge terrible de la batalla de Terol. La tercera, emtre es recullen notícies de la batalla i mentre s’exposa la situació cada vegada més apurada de Barcelona (delacions, espionatge, crims, interrogatoris, etc…) hi té lloc un idil·li entre Paulino i la jove Rosario, a qui l’amant haurà de veure morta, desagnada en el carrer, víctima del bombardeig del dia de sant Josep. Un metge socialista, Julián Templado, sembla reflectir l’autor. En el penúltim capítol els personatges revisen els seus sentiments i les seves posicions ideològiques davant la derrota. Potser és la novel·a que millor ha reflectit la guerra a un nivell humà. L’autor descriu amb detall l’episodi de la bomba del Coliseum que caigué sobre Barcelona i en què morí Julia Gay, la mare dels escriptors José Agustín, Juan i Luís Goytisolo.

Jusep torres i Campanals

Diario de Djelba

Documentació

Article publicat a “El País” el 05/03/05 per José Manuel Sánchez Ron

La España que quiso Max Aub

Sentado frente una mesa cualquiera, en una casa que acaso nunca sintiese como propia porque le recordaba el hogar que le faltaba, más que probablemente añorando, desde su exilio mexicano, un país, España, en el que no nació pero que hizo suyo a fuerza de vivir en él, de quererlo, de leer y escribir en castellano, un país que no había pisado durante casi veinte años, Max Aub (París, 1903- México DF, 1972) imaginó un mundo irreal, un mundo que no fue pero que pudo ser, que debió haber sido si una guerra no lo hubiese impedido. En ese mundo imaginario, el 12 de diciembre de 1956 Max Aub, director del Teatro Nacional desde 1940, leía su discurso de entrada en la Academia Española, El teatro español sacado a luz de las tinieblas de nuestro tiempo, sucediendo a Ramón María del Valle-Inclán, con la presencia del presidente de la República, Fernando de los Ríos. Le escuchaban y arropaban los que a partir de entonces iban a ser sus compañeros. En primer lugar Américo Castro, como director de la Academia, que, por supuesto, no llevaba el título de Real, y junto al gran historiador, Federico García Lorca y Miguel Hernández, a quienes el mero hecho de vivir, de poder vivir, había permitido que fueran ya haciéndose viejos, renunciando así a ese dudoso privilegio que es aparecer siempre jóvenes en las imágenes que adornan el recuerdo histórico, y también otros, entre ellos, Pedro Salinas, Juan Ramón Jiménez, Manuel Altolaguirre, José María de Cossío, José Moreno Villa, José Bergamín, Ramón Sender, Corpus Barga, Ramón Gómez de la Serna, Dionisio Ridruejo, Blas de Otero, Salvador de Madariaga, Jorge Guillén, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Rafael Lapesa, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Pedro Sainz Rodríguez, Emilio García Gómez, Luis Felipe Vivanco, Francisco Ayala, Camilo José Cela y Miguel Delibes. Algunos (García Gómez, Cossío, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Aleixandre, Lapesa) ya eran miembros de la Academia cuando Aub la recreó. Y también lo era, como electo, Salvador de Madariaga, aunque exiliado no leyese su discurso hasta cuarenta años después, en 1976. Otros lo serían más tarde: pronto, en 1957, Cela, Delibes en 1975 y Ayala en 1983. Tal era la Academia que Aub imaginó y deseó algún día de su largo exilio. Duele sólo pensarlo. Pensar que no pudiese ser así, debido a lo más negro de la condición humana, a la fuerza de las armas y al poder de la intransigencia, fecunda madre de muerte y exilio. Se le agrietan a uno las vigas del alma cuando lee lo que el nuevo imaginario académico imaginaba que decía a sus compañeros en el bello salón de actos del decimonónico edificio de la Academia Española. Frases como: “La presencia del señor presidente de la República, que tanto me satisface …” o “¿qué no debéis a Valle-Inclán, aquí presentes, Federico García Lorca, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Luis Cernuda, Rafael Alberti…?”. Y en su añoranza, en la que no debió faltar un cierto sentimiento, agridulce, de ajuste de cuentas, Aub no se limitó a escribir un discurso, en el que al mismo tiempo que hablaba de teatro y de escritores, hablaba de una España y de una Academia posibles, sino que lo hizo imprimir y editar con una tipografía y un tipo de encuadernación muy parecidas a las que se emplean en las ediciones de la Real Academia Española. Como mandan los cánones, su discurso iba acompañado de la contestación -no menos imaginada- de un académico, papel que Aub asignó al escritor alicantino Juan Chabás. En un apéndice incluyó la lista completa de los miembros de su Academia. Aunque ya había sido recuperado en alguna ocasión, pocos son los que conocen este emocionante y emocionado escrito de Max Aub. Que vea ahora la luz de nuevo no puede ser sino motivo de satisfacción. Más aún en tanto que viene acompañado de otro discurso de entrada en la Real -aquí ya sí- Academia Española, el que Antonio Muñoz Molina dedicó, cuarenta años después de aquel 1956, a la nunca pronunciada disertación de su colega en el arte de escribir bien: Destierro y destiempo de Max Aub. Y como si la historia fuese realmente, como algunos pretenden, un círculo, una noria que va y viene, una y otra vez, a Muñoz Molina le contestó uno de los académicos imaginados por Aub: Francisco Ayala. Su intervención, como la de Chabás, también se incluye en este libro. En su completamente real di- sertación, Muñoz Molina nos habla y explica lo que fue, hizo y escribió Aub, pero no sólo de esto, también de muchas otras cosas. De cómo le influyó en su propia creación literaria la lectura de las obras del autor de Jusep Torres Campalans o de El laberinto mágico. O de su propia visión acerca de lo que es, o puede ser, la literatura, ese inabarcable arte en el que lo real y lo irreal, lo vivido y lo imaginado, lo recibido y lo deseado, se combinan en una mezcla indefinible. “¿No es siempre”, escribe, “la mejor literatura una vindicación de la palabra y del sueño, un disentir de las versiones obligatorias y unánimes de lo real?”. En pocos lugares se puede encontrar con mayor transparencia que en este Destierro y destiempo. Dos discursos de entrada en la Academia, al escritor y al hombre que es y que pretende ser Antonio Muñoz Molina. Lo mismo que en pocos lugares que no sea el tan irreal como dramáticamente real discurso de Aub, las generaciones de escritores españoles derrotados en la Guerra Civil dejaron mejor constancia del mundo académico y civil en el que les hubiera gustado vivir, en el que tenían derecho a haber vivido y que sin ellos nunca pudo ser.

Article publicat al diari “ABC” el 06/03/04 per Ignacio Soldevila Durante

Escribir es mi manera de pensar

Con este volumen viene a ser accesible a los lectores españoles la parte de los diarios de Max Aub hasta ahora inédita acá. Tras los tomos publicados por Aznar Soler en Alba ­La gallina ciega en 1995, Diarios (1939-1972) en 1998­ y a Enero en Cuba, reeditado por Mª Fernanda Mancebo en la Fundación (2002), suponemos que lo más, si no todo el conjunto de los diarios, ya es público. Pero son notables los espacios en blanco. Frente a años de abundante producción, los de 1957 a 1965 se resumen en pocas páginas y fechas. Es éste un comentario nacido de la calidad intrínseca de lo publicado y de la frustración ante tales saltos en tiempo de silencio que ojalá sean provisionales. No son estos diarios anotaciones dedicadas a las idas y venidas del autor en sus tareas cotidianas, sino sobre todo anotaciones de ética, de estética y en torno a su propia labor creadora, que nos revelan a un Aub meditativo, reaccionando a los hechos del mundo de la cultura, de las apariciones de libros, de los eventos de la política, del gran enfrentamiento entre capitalismo y comunismo, frente a su propia opción, una tercera vía socialista. Lo comenta todo de manera incisiva, sin rodeos, a veces en imaginarios (o no tanto) diálogos polémicos con los amigos comunistas, y con frecuentes síntesis aforísticas por añadir a las recogidas por Javier Quiñones en Aforismos en el laberinto (Edhasa, 2003). Su poética se puede entresacar de tantas anotaciones y breves ensayos sobre la narrativa y el teatro; y numerosos proyectos de piezas teatrales y de relatos, sintetizados para propio uso, y que muchas veces han quedado sin consecuencia; y escenas alternativas a obras publicadas, como su drama Cara y cruz. En uno de esos comentarios está el origen de un cuento del que no había logrado encontrar la clave. No la había: en su nota del 11 de junio de 1945 apunta la pesadilla de la que ha sido víctima esa noche. El cuento, titulado «El fin» y aparecido en 1954, no hace sino transcribirla por extenso. Un relato tan surrealista como tantos sueños, sin más. Felix culpa, cabría repetir aquí con San Agustín (el que al parecer dio el título para su Laberinto mágico), la falta de memoria de la que continuamente se lamenta («escribo para no olvidarme»), y que le habría impulsado a componer estos diarios a lo largo de su vida, un auténtico tesoro. Más motivos le impulsaron a escribir tanto: esa supervivencia más allá de la muerte que fue su consuelo de escritor sin apenas lectores, pero también que «escribir es mi manera de pensar» (17 abril 1941). Dudas y vacilaciones. Impresiona la desnuda expresión de sus dudas y vacilaciones sobre su propia obra y su talento de creador, que nunca descargó su poco éxito en las circunstancias de su condición de escritor trasterrado, cuya obra no podía llegar a quienes estaba dedicada, y sólo podía repercutir en una minoría de sus compañeros de exilio, preocupados en subsistir y poco dispuestos a revisar el pasado y sus fracasos. También ellos, mayoritariamente, intentaron una «transición» basada en el silencio y el olvido, frente a los pocos que no se resignaban a pasar página. Precisamente los que hoy se recuperan a través de su obra en empresas como el GEXEL de la Autónoma de Barcelona, o esta «Biblioteca del exilio», enfrentada a los molinos de viento del presente desmemoriado y hedonista. Bastará con espigar en este tomo (los hay más crudos en otros ya editados) un par de comentarios sobre sí mismo: «Fue María Zambrano la que me dijo ­hace veinte años­: “Tienes una veta pequeña, pero bien aprovechada”. El tiempo la ensanchó, pero sigo siendo el mismo: sin mayores medios» (pág. 127). Y citando a un autor inglés afirma: «Posiblemente ­seguramente­ sin la guerra mi reacción a los cuarenta años hubiese sido parecida a la de Connolly: “Una sensación de fracaso total”» (pág. 123). En otras palabras, Aub atribuye a lo que la guerra hizo de él haber superado una actitud pesimista de tantos intelectuales que, como a su estricto coetáneo Cyril Connolly (1903-1974), lo paralizó en mordaz contemplativo, desengañado de la acción, convencido de no poder escribir una obra maestra. Pero para no pasar por necio, anota Aub a propósito de la guerra: «Entonces, ¿debo bendecirla? ¡Qué vanidad!». Esta edición no es, como advierte Aznar, la definitiva, que probablemente vendrá a formar parte de las Obras completas dirigidas por Joan Oleza. Emplaza para entonces al impaciente y al ignorante lector, el uno descontento porque siguen apareciendo espacios en donde la advertencia «ilegible» deja incompleta una frase, el otro porque esperaría notas sobre hechos y personas de las que querría saber algo o más. Ése podría ser el caso, por ejemplo, del mencionado Connolly, cuya obra The Unquiet Grave (1944, revisada en 1951) es la fuente de su comentario, o el dedicado a Rudolf Leonhard, compañero de Aub en el campo de concentración de Vernet y del que recoge las peripecias de su fuga y termina: «Pobre Rudolf. Si yo viviese lo bastante escribiría su triste historia de escritor comunista». De él sabemos que nació en 1889 en Lissa, entonces parte de Alemania y luego de Polonia, con el nombre de Leszno, y que murió meses antes de la anotación de Aub, en 1953, en Berlín. Estuvo en nuestra guerra, sobre la que escribió dos libros: Spanische Gedichte und Tagebuchblätter (París, 1938) y, también, en ese refugio provisional que fue París para los alemanes de las Brigadas, unos relatos que han escapado a la atención de los mejores rastreadores de la narrativa de la Guerra Civil: Der Tod des Don Quijote. La simpatía de Aub por Leonhard no podía faltar en quien, como él, intentó sacar del campo de concentración sus escritos (Leonhard anotaba todos sus sueños y en la huida tuvo que dejarlos, confiándolos a un campesino). Inmediata lectura Me he preguntado si Aub hubiera autorizado la publicación tan temprana de sus diarios inéditos, sin pulirlos y poner bemoles a ciertas expresiones y juicios expeditivos a propósito de gentes que se tenían por buenos amigos suyos. Ahora compruebo, en la transcripción que hace Aub para su diario de una larga carta que me escribió en 1955 explicándome su producción teatral hasta la fecha, que entre la carta que conservo y la que reproduce hay considerables diferencias, ajustes y supresiones, que habrá que cotejar en la edición definitiva. Pero tal como está, y a pesar de lo que piense Aznar, esta edición pide una inmediata lectura por parte de todos los que hemos conmemorado el centenario de este inmenso e inabarcable escritor español, que lo fue por voluntad propia y empecinada, por encima de lo que digan los papeles.

Article publicat a “La Vanguardia” el 02/06/2003 per Juan Carlos Merino

Max Aub, Emblema del exilio

Hoy se cumple el centenario del nacimiento del escritor Max Aub, acaecido en el París de 1903. Prosista, poeta y dramaturgo, autor de libros como La gallina ciega y el ciclo El laberinto mágico, militante socialista y emblema durante décadas del exilio español, esta tarde se colocará una lápida conmemorativa en el número 3 de Cité Trévise, la casa parisina donde vino al mundo. En Segorbe, la localidad castellonense donde radica la Fundación Max Aub, las celebraciones comenzarán por la mañana. Según explica la coordinadora de los actos, Rosario Raro, todo girará en torno a uno de los primeros libros de Aub, Yo vivo (1936). “Es una obra emblemática ­dice Raro­, vitalista y mediterránea. Y muy simbólica, porque a partir de entonces su obra quedó truncada por la Guerra Civil, y se hizo más comprometida. Una literatura de circunstancias. De malas circunstancias, como él decía.” Así, las celebraciones comenzarán con una lectura continuada de Yo vivo, en el auditorio de Segorbe, que iniciará el conseller de Cultura de la Generalitat valenciana, Manuel Tarancón. También se presentará el sello conmemorativo del centenario y, por la tarde, se celebrará un concierto en el que se estrenará una partitura de Ángeles López Artiga basada en esta misma obra. En la Casa de la Cultura se inaugurará “Documenta/Max Aub”, comisariada por Manuel García. Según explica, “se trata de una exposición documental, un álbum fotográfico sobre la vida y la obra de Aub, ilustrada con imágenes, libros y dibujos originales de Vicente Rojo, que cubren el periplo del autor desde París hasta que falleció en México en 1972, pasando por Madrid, Barcelona y Valencia”. Por otra parte, el 13 de junio Madrid rememorará otra de las facetas artísticas de Max Aub. Organizada por la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, el Reina Sofía inaugurará la exposición “Jusep Torres Campalans, ingenio de la vanguardia”, de la que es comisario Fernando Huici. Y es que el escritor no se conformó con utilizar un seudónimo para firmar sus obras sobre el lienzo, sino que creó todo un personaje ­Torres Campalans­, un artista de primera fila que sentó junto con Braque y Picasso las bases del cubismo. Max Aub llegó a publicar en 1958 la biografía de su heterónimo. Entre la bibliografía que vuelve a la luz destacan la edición facsímil de A­uno de sus primeros libros de versos­, Poemas cotidianos­dedicados a su esposa cuando eran novios­, Juego de cartas­compuesto por 108 naipes en cuyo reverso se va narrando una historia dependiendo de cómo se repartan las cartas­, la revista “Los Sesenta” ­donde sólo podían publicar quienes hubiesen cumplido esa edad­ o su discurso de ingreso ficticio en la RAE.

Article publicat a “La Vanguardia” el 02/06/2003 per Adolfo Soltelo Vázquez

Max Aub y Barcelona

Entre mayo y agosto de 1939, Max Aub redacta frenéticamente Campo cerrado (1943), primera novela de la serie El laberinto mágico, vasto retablo épico de los orígenes, desarrollo y consecuencias de la Guerra Civil. A través de las andanzas del personaje central, Rafael Serrador, Aub ofrecía en este primer volumen un amplio muestrario de la vida barcelonesa de los años inmediatos a la guerra y de los primeros días del conflicto. Sus páginas evocaban urgentemente una ciudad bien conocida: los círculos anarquistas de la CNT; las tertulias falangistas de El Oro del Rhin, presididas por Luis Salomar (álter ego ficticio de Luys Santa Marina, el escritor fascista, buen amigo de Aub) que “gustó apasionadamente de Barcelona, andaba por ella con ínfulas de conquistador, le parecía vivir en unas riquísimas Indias donde cielo y tierra eran españolas por la fuerza de las armas, y los indígenas enanos apenas dignos de su suerte”; el debut en la Monumental del torero Domingo Ortega o la dominical feria de libros usados en la ronda de Sant Antoni. La multiplicidad de personajes y acontecimientos, que desfilan ante el lector en una irrepetible mezcla de ficción y realidad, tienen como laberinto espacial una ciudad que el omnisciente narrador del relato imagina como un organismo vivo: “Su esternón, el Paseo de Gracia; sus húmeros, Diagonal y Cortes; sus radios, el Paseo de San Juan y el Paralelo cruzados, unidos por sus manos de mar, sosteniéndose el corazón y las tripas: las Ramblas; sus arterias y sus venas: acuchilladas por la Vía Layetana, apuñaladas arteramente por el Portal del Ángel; desangrándose en el mar; su coxis, el puerto; sus piernas y su andar, el viento y las olas”. Entre 1940 y 1942 Max Aub escribe un nuevo tomo de El laberinto: Campo de sangre (1945). La primera y la tercera parte de su estructura se desarrollan en la Barcelona del invierno de 1938. El narrador que acompaña a Julián Templado, médico socialista que conduce el relato, describe la ciudad el día de San José: “La Catedral, desportillada; el Palacio de la Generalidad, apedreado; el Call, la Puertaferrisa, la calle del Carmen, acribilladas; por el Paralelo la muerte va ganando calles: del Carrer Nou a la del Hospital, de Hospital a San Pablo, de San Pablo a San Antonio. Las muertes crecen: treinta y cinco, ochenta, doscientos”. Barcelona era de nuevo el corazón de una novela aubiana y la desembocadura de una tragedia de sangre y muerte, llena de rencores y traiciones, pero también de heroísmos y resueltas voluntades. Treinta años después ­el 23 de agosto de 1969­ Max Aub, el español trasterrado, se reencuentra con Barcelona. Por fin obtiene un visado que le permitirá visitar España ­Barcelona, Valencia, Madrid­ durante poco más de dos meses. De este viaje brota un extenso y desencantado diario, significativamente titulado La gallina ciega, pie de imprenta de diciembre del 71, veinte meses antes de que el escritor falleciese en México. La gallina ciega es un diario amargo y lúcido, destemplado y seguramente injusto. Mientras corregía las pruebas, Aub fue asaltado por el obsesivo temor de haber escrito no lo que había visto, sino lo que pensaba acerca de España, lo que se figuraba antes del reencuentro. Y no obstante, realidad y figuración consiguen una irrenunciable visión del laberinto español (¡siempre el laberinto!) desde el ojo ácido y penetrante de uno de los máximos escritores de la España peregrina. El aeropuerto de El Prat lo ve llegar y partir. En ambas ocasiones la Barcelona abierta e inquieta de finales de los sesenta ­“Barcelona, siendo más vieja, es más joven, sigue de cerca las modas (el mar lo explica todo)”­ le ofrece la oportunidad del encuentro con García Márquez, “gordo, lúcido, bigotudo” y feliz, “como Mario (Vargas Llosa) en Londres y Carlos (Fuentes) y Julio (Cortázar) en París”. Aub que viaja acompañado de su mujer, Perpetua Barjau, después de pasar dos días en Cadaqués (“El Ampurdán es otra cosa. Al Ampurdán, piedra y olivo, gris y verde, no lo han cambiado”), se instala en un hotel de Barcelona hasta su marcha el 21 de septiembre camino de Madrid, con el paréntesis de la estancia valenciana del 31 de agosto al 9 de septiembre. Los quince días barceloneses transcurren pautados por el frenesí de las invitaciones, las relaciones editoriales y los intercambios literarios, que no son obstáculo para que el gran novelista y dramaturgo recorra la ciudad y nos traslade sus impresiones revividas, vistas o figuradas, en un estilo entrecortado y ágil, que medita a menudo sobre la mirada del paseante ciudadano, superponiendo lo que fue y lo que es, queriendo defenderse de los recuerdos y fracasando en el empeño. A ratos, Aub había vivido 15 años en la Barcelona anterior a 1939, por eso ahora, en su breve retorno, las imágenes se entremezclan y las líneas del diario conjugan el recuerdo y la realidad con cierto desencanto: “Esta Barcelona fabril y trabajadora, culta a la francesa, pero ante todo catalana, por lo menos tal como la conocí, esa Barcelona donde, sin querer aprendí a hablar el catalán que no hablé nunca en Valencia; esa Barcelona orgullosa de su lengua, de su Renacimiento, de su arquitectura tan personal ­y horrenda­, esa Barcelona que encuentro hablando en español, como si tal cosa”. Aub transita por la ciudad medieval y por la decimonónica, recorre ­asaltado por los recuerdos­ Montjuïc y el Tibidabo, y cuando tiene un momento da un vistazo a la Rambla, al Liceu y “al hotel Oriente donde dormí mi primera noche catalana no hace más de cincuenta y cuatro años”. Ahora bien, Max Aub, “que inclina ligeramente su testa de morueco y contempla, tras sus gafas de miope, con mirada limpia e inteligente” ­según escribía a la par de su visita, Joan de Sagarra­, pertenece a otro tiempo, a otra Barcelona. De ahí que a veces se sienta todavía contertulio de El Oro del Rhin. En el fondo, Aub entiende poco a la Barcelona que tiene delante y acierta cuando se define como un turista al revés: “Vengo a ver lo que ya no existe”. El Diario español de Aub es, finalmente, un retorno a la nostalgia y la elegía, patente incluso en sus conjeturales deseos para el día de mañana (“Barcelona podría salvarse convirtiéndose en la ciudad Picasso”). Lo vivo en la retina de Aub es la Barcelona anterior al 26 de enero de 1939, la que había cantado en un mal poema, escrito en 1942 desde Djelfa, en las altiplanicies del Atlas sahariano, final del calvario de cárceles y campos de concentración, previo a su embarque en Casablanca (el 10 de septiembre) camino de México: “Barcelona: quizá no serás ya nunca más la Barcelona mía. La Barcelona que yo más quería”. La distancia acrecentaba la memoria; la presencia la tornaba insobornable.

Article publicat a “El País” el 31/05/03 per Tomás Segovia

Max Aub y las márgenes

Nada más que en estos últimos cinco o seis años se ha escrito seguramente sobre Max Aub varias veces más que en vida suya. A mí el nombre de Max Aub me hace pensar siempre en algunos aspectos de su vida y de su época, o de su vida como emblema de su época, que me siguen fascinando y que sigo intentando descifrar un poco más. Esa masa de estudios recientes me ha ayudado sin duda a avanzar algún paso en ese desciframiento, pero no tengo nada que añadir a toda la información e iluminación que han acumulado tantas personas, muchas de las cuales lo conocieron más que yo y todas con seguridad lo han leído mejor que yo. Mis únicos posibles comentarios serán siempre anecdóticos, personales y colaterales, partiendo siempre de las coincidencias efectivas de mi vida con su vida. Nada más anecdótico y privado, por ejemplo, que el episodio que ha estado invadiéndome la imaginación desde que cogí la pluma para escribir esta página. En 1965 había decidido instalarme por algún tiempo en París, huyendo de diversos nubarrones que se acumulaban sobre mi vida en México. La tentativa era bastante imprudente, y me encontré allí sin dinero, sin relaciones y sin apoyos. Pero Max Aub pasó por París, no sé si preparándose para su juego de la gallina ciega. Tenía mi dirección y me buscó. “Pero hombre…”, me dijo con sus erres germánicas cuando vio mi situación -y se puso en acción de inmediato. En unos pocos días se las arregló para ponerme en contacto con Bergamín y presentarme a Emmanuel Roblès, a Semprún, a Dyonis Mascolo (del que ya no oigo hablar, pero que era para mí un intelectual de primera y que fue el único que me echó una mano -o el único que podía echarme una mano). Yo había trabajado para Max hacía tiempo en la Comisión de Cinematografía y luego había colaborado esporádicamente en Radio Universidad de México cuando él la dirigía. Pero nunca había ido a las concurridas (e importantes) reuniones en su casa, ni a las famosas comilonas del Bellinghausen donde se encontraba con la plana mayor de la literatura mexicana (y un poquito de la política), ni tenía no ya poder alguno sino ni siquiera renombre literario. Estoy seguro de que me ayudaba por auténtica bondad, reforzada, por supuesto, con una lealtad al exilio español, y todo ello envuelto en la idea general de lo que implicaba ser un intelectual, que era entonces un ser humano más responsable ante el deber que ningún otro. Hace poco asistí a unas estupendas conferencias de Semprún en la Residencia de Estudiantes. No pude dejar de acordarme de Max Aub y de aquellos días de París. Evoco ahora aquellas escenas y me parecen llenas de una significación que entonces sólo podía adivinar nebulosamente. Me parece que ante aquellas personas que vimos juntos una tras otra en pocos días, Max y yo flotábamos en las aguas exteriores, aunque sin duda en playas diametralmente opuestas. Ellos pisaban la roca de la historia, a la que nosotros intentábamos en vano izarnos desde nuestro chapoteo. Porque lo más triste del exilio, tal vez no lo más terrible pero sí lo más triste, es que nos exilia de la historia. En ese sentido, Semprún no es un exiliado: un prisionero no es un exiliado, un conspirador, un perseguido no es un exiliado. Quizá lo es también, pero no es lo esencial. Incluso Bergamín se había colado un rato en la historia. Hay el chiste del refugiado que declara que va a volver a España, y cuando sus compañeros exclaman escandalizados que cómo puede proponerse eso si todavía está allí Franco, contesta: “Con no hablarle…”. Ésa es la cosa: no se vence al enemigo con no hablarle, a los tiranos no se los derriba con el mutismo; hay que vérselas con ellos. Bergamín había vuelto a España y había tenido que vérselas de nuevo con Franco -o bueno, con Fraga, es lo mismo. Ni Max ni yo nos las veíamos con los protagonistas de la historia. Yo, desde siempre; Max, ya no. Él había vuelto demasiado tarde y había sufrido incluso la decepción de no ser detenido. Los exiliados no le hablaban a Franco ni le hablaban a la historia, pero es porque la historia no les hablaba a ellos. Un exiliado puede ser también guerrillero, maquis, voluntario, preso de los campos de concentración; pero en cuanto exiliado es hombre al agua. Los exiliados de México no éramos ni guerrilleros ni presos. Max tenía unos 20 años más que Semprún, los exiliados de México de mi generación unos pocos menos. Sería inimaginable que alguien de mi generación hubiera estado tan implicado en la historia del siglo XX como Semprún. Pero también que Semprún escribiera La gallina ciega. También Max había estado en los campos de concentración, también estuvo condenado a muerte, también era amigo de Malraux y había circulado entre la gente que dejaba huella en la historia. Pero luego había pasado a esa situación mucho menos terrible, pero más triste, como decía, del exiliado que no puede vérselas con los tiranos. Al evocar ahora a Max hablando en París con Semprún, con Bergamín, con Emmanuel Robès (que era un poco como hablar por delegación con Camus), con Dyonis Mascolo (que había sido uno de los promotores del Manifiesto de los 121), me parece ahora que ante mí había en su actitud un punto de orgullo melancólico. Sabía sin duda que yo, deportado fuera de la historia desde mi más tierna edad, estaba deslumbrado por la amistad y la cercanía que le mostraban esos personajes que habían contribuido a salvar literalmente al mundo, y que todavía entonces, en esos años que seguían siendo reflexivos y esclarecedores e incubaban el 68, seguían respondiendo activamente a sus deberes de intelectuales. Me dejaba ver y admirar esa cercanía, pero con una ligera nostalgia de jubilado de la historia, porque aunque no había experimentado todavía la fatal inexistencia del regresado, no hay duda de que ya le habitaba, como a todos los exiliados, esa sospecha.

Article publicat al “El País” el 31/05/03 per Manuel Aznar

Un escritor vivo

El próximo lunes se cumple el centenario del nacimiento en París del escritor español Max Aub, un escritor de nuestro exilio republicano de 1939 del que podemos afirmar hoy, sin duda, que es un escritor vivo porque ha vencido a la muerte. Una victoria que el escritor exiliado, amargado en vida por la falta de lectores o de espectadores, siempre vinculó a dejar memoria, a “dejar rastro”, a “quedar”, a tener en el futuro un lugar en la historia de la literatura española: victoria contra el olvido, que es la segunda y definitiva muerte. En numerosas ocasiones dejó escrita esa voluntad de vivir después de muerto. Con enorme claridad Max Aub explicaba y se explicaba a sí mismo en sus Diarios las razones de su literatura: por qué, para qué y para quién escribía. Entre la realidad y el deseo, su vida como escritor no fue precisamente un camino de rosas sino más bien el calvario de una frustración o la historia de un fracaso: el fracaso de un escritor sin lectores, de un dramaturgo que no conoció el aire y la luz de los estrenos teatrales. Porque en estos Diarios, que quieren crear memoria contra el olvido, su afán de inmortalidad literaria -que, a su juicio, sólo se podía alcanzar a través de la imaginación, a través de la invención de personajes memorables- se expresa en varias ocasiones. Pero él, a diferencia de Unamuno, aspiraba a una “inmortalidad limitada”, tal y como podemos leer en una anotación correspondiente al 9 de diciembre de 1962: “Porque se escribe para quedar y, si no se consigue, nada tiene sentido. Podría vivir con sólo vivir. Sin embargo escribo, paso la vida pensando cómo, qué escribir para quedar. Si lo hago mal , fracaso, como el que cree en Dios y se encuentra, el día de mañana, con la nada; es decir, no se encuentra. Los que creemos en una inmortalidad limitada en el recuerdo de los demás -la gloria-, vivimos sobre -en- ascuas”. Una “inmortalidad limitada” que consistía, pues, en aceptar su frustración y fracaso en vida y en esperar a alcanzar la gloria únicamente tras la muerte, es decir, en confiar en que su obra literaria perdurase en la memoria de sus futuros lectores. Max Aub fue un escritor para quien la literatura constituyó una pasión de vida. Aun en las circunstancias más difíciles, en cárceles y campos de concentración, escribió compulsivamente porque para él escribir era tan necesario y tan natural como respirar. Testigo del siglo XX, siempre sensible al pulso de la Historia y a los laberintos entre la Literatura y la Política, su obra literaria no sólo se alimenta de realismo testimonial sino también de la belleza de su imaginación creadora. En el escritor Max Aub hallamos la pulsión de la escritura como fe de vida, como forma de acción y apuesta de futuro que conserva toda su juvenil pujanza, toda su vitalidad torrencial y apasionada, hasta los mismos umbrales de la muerte. Porque Max Aub quiso expresar públicamente hasta el mismo día de su muerte, a través de su obra de creación, su voluntad de intervención política y literaria en la realidad de su tiempo. Una página de Max Aub, una página de su serie narrativa de El laberinto mágico o de cualquiera de las obras de su Teatro mayor, iluminará para siempre, por ejemplo, el infierno de las cárceles y los campos de concentración, los desastres de la guerra y los laberintos del exilio, el horror de la noche y de la niebla, la belleza de los ideales y de las utopías. Y quedarán ahí para siempre una serie de personajes memorables en la medida en que la literatura constituyó para Max Aub la única forma posible de salvación de la memoria, tanto de la propia como de la colectiva. Porque para el Max Aub de El remate la única salida posible de los laberintos de la Historia y de la Política, de los propios laberintos del exilio, residía en la escritura misma, en una literatura que implicara una defensa militante de la memoria histórica contra el olvido, la única forma posible de supervivencia para que el escritor alcanzase, más allá de la muerte, la inmortalidad “limitada”. Pero si el olvido forma parte de la condición humana (“escribo por no olvidarme”, anota en sus Diarios el 15 de octubre de 1951), la desmemoria colectiva constituye un problema político de los pueblos. Y al Max Aub de La gallina ciega lo que le indignó profundamente aquel verano de 1969 en su desencuentro español, lo que le dolió en las raíces del alma, fue ese memoricidio, ese olvido colectivo que formaba parte de la condena impuesta en 1939 al exilio republicano y a la propia sociedad española por la Victoria franquista en la Guerra Civil: silencio y olvido de la razón republicana, ninguneo de la memoria ética y estética de la Segunda República y ninguneo también de sus protagonistas, de unos escritores exiliados convertidos en fantasmas sin lectores en aquella España del interior, en aquella España del “insilio”. Sin embargo, con su obra literaria el escritor Max Aub quiso tender desde su exilio mexicano, de océano a océano, un puente de palabras hacia los lectores de esa España que había experimentado en 1939 la ruptura de su tradición cultural y literaria, la que representaban y actualizaban los escritores del exilio republicano. Y no pudo conseguirlo en vida: cuando Max Aub murió en su exilio mexicano el 22 de julio de 1972, en España conocían su obra literaria cuatro gatos y un perro verde. Max Aub anotó el 12 de febrero de 1954 en sus Diarios: “Escribo para permanecer en los manuales de literatura, para estar ahí, para vivir cuando haya muerto”. Condenado como exiliado republicano al silencio de la censura y al olvido de su nombre y de su obra durante la dictadura franquista, para el escritor la única salvación posible estaba en su obra literaria y en la esperanza en una futura España democrática en que no hubiera ya ni silencio ni olvido. Y, contra viento y marea, contra demasiados contratiempos y destiempos, contra demasiadas amnesias impuestas por una transición democrática cacareada oficialmente como “ejemplar”, su literatura de la memoria (San Juan) y de la imaginación (Jusep Torres Campalans) ha vencido finalmente al olvido. Max Aub es un escritor que, como él quería, sigue vivo hoy a través de sus libros (ahí están sus Obras completas en curso de edición) y no es arriesgado afirmar que la “inmensa minoría” de lectores maxaubianos va a seguir creciendo, de una manera lenta pero irreversible, durante este siglo XXI. Y si el mejor homenaje a un escritor consiste en leerlo, cada vez que en el futuro alguien abra un libro suyo y se disponga a iniciar la lectura, Max Aub resucita después de muerto. Max Aub vive.

Article publicat a “El País” el 31/05/03 per Rafael Chirbes

Quién se come a Max Aub

SE CUMPLEN cien años del nacimiento de Max Aub. Es hora de comérselo. En estos tiempos en los que poco importa lo que diga un libro, y lo que vale es lo que los medios de comunicación dicen de él, vamos a ver quién se lleva las mejores piezas del cadáver de Aub. Disputan los contendientes. Años atrás, José María Aznar (heredero directo del franquismo contra el que Aub luchó) inauguró una fundación en la que se recogen los documentos de una de las vidas más representativas de los avatares del siglo XX, y que avanza a toda máquina en las tareas de edición de su obra completa. Sin duda, Aznar buscaba apoyos para su segundo mandato. Por eso, el fugaz candidato socialdemócrata a la jefatura del Gobierno, Joaquín Almunia, encontró inmoral esa inauguración. Aub era de los nuestros, dijo el candidato, Aub era socialista. Pero, claro, los de Aub, los socialistas, habían estado 14 años (¿fueron 14? Pareció un siglo) en el poder y, durante todo ese tiempo, la obra de Aub no existió. En el fervor de la transición, se había publicado buena parte de sus libros en una u otra editorial (algunos se publicaron antes, con Franco aún vivo; los Campos, en la editorial Alfaguara, en 1978), pero, luego, llegó la normalización socialdemócrata, y esas obras se agotaron y ya no volvieron a reeditarse. ¿A quién en la España de trenes de alta velocidad, exposiciones internacionales y olimpiadas podía interesarle mirar hacia un pasado de pobreza y sangrientas luchas de clase en busca del garbanzo perdido? Europa eran Jünger, Popper y Heidegger. Europa era, todo lo más cerca, Benet, que contemplaba la piel de toro desde su acantilado de hielo. Repasen las hemerotecas. Hablar de los Campos de Max Aub -seguramente la experiencia narrativa en lengua castellana más importante de nuestro siglo- era hablar de pobretería, en un tiempo en el que se decía que, en España, no había tradición novelesca; que había que mirar hacia altivos y lejanos horizontes para reencontrarla. El futuro de la novela española no pasaba ni por la Celestina, ni por el Lazarillo, ni por Galdós, ni, claro está, por Aub. Aub, cuando mandaron los que ahora se dicen suyos, no estaba en las librerías. Estaba agotado, descatalogado. Del todo. Era humo, aire, nada. Imagínense ustedes que Balzac, o Proust, o Dickens, o Faulkner, no estuvieran en las librerías de sus respectivos países, bueno, pues aquí Aub no estaba. Y a nadie le hacía ninguna falta que estuviera. Hagan memoria, relean los suplementos culturales de los periódicos (ahora seguramente podrán hacerlo por Internet), busquen los escritos que en aquellos años del socialismo triunfal citaban como referente a Aub, lo ponían en algún sitio, el que fuera. No existen, él no estaba. Había que ganar los votos de policías, guardiaciviles, militares y banqueros. No estaba en el ambiente Aub, como no estaban el Sender de Imán, o el Ramiro Pinilla de Las ciegas hormigas. La preguerra, la guerra y la posguerra sólo podían tratarse como desenfadadas comedias ligeras. Hasta que sonó la alarma. Y se descubrió que el socialismo no era eterno y que policías, militares y banqueros podían votar también por el pepé, y entonces, se tocó a rebato, y empezaron a conmemorarse los sesenta años de la rebelión fascista y de la llegada y despedida de las brigadas internacionales (los cincuentenarios habían pasado desapercibidos), y se descubrió que había fosas de fusilados que tenían nombre, apellido y, desde hacía unos años, hasta ADN, y se puso de moda la memoria. La memoria se puso de moda, porque se convirtió en la guarida en la que se escondía el lobo que quería volver a comerse a Caperucita, y, porque, en su nombre, podía pedírsele al Parlamento que condenara un franquismo que, cuando se tenía mayoría absoluta, no se había condenado; que se condecorara a los héroes populares de la guerra a quienes se les había dicho que callaran; y se habló del exilio, de las torturas franquistas. Empezaron a aparecer los intelectuales orgánicos que reclamaban memoria, los novelistas y cineastas orgánicos que pedían a gritos memoria, porque sólo en el mercado de la memoria podía volver a comprarse la legitimidad malgastada. Cuenten ustedes las novelas, las películas sobre guerra y posguerra que vieron la luz con el mandato socialista y las que están viendo la luz con el de la derecha. Cómo ha crecido la cosecha, ¿verdad? Preguntémonos por qué. No nos apuntemos alegremente a la moda sin pensárnoslo al menos un minuto. Hagámosle caso a Aub, que, en sus Diarios, escribió: “Pase lo que pase: sólo la ignorancia es mala”. Aznar ató el cadáver de Aub del carro triunfal de su cortejo y los otros quieren usarlo como arma arrojadiza (un arma que se les había quedado olvidada en el desván). Y él, pobre Aub, qué va a hacer, si nadie lo lee. Porque, si alguien lo leyera, descubriría que es un gigante tan grande que es capaz de comerse a Aznar y a Almunia. Que él no es de nadie. Que es de esos que nos hacen odiar la miseria de la literatura de hoy, y tener esperanza en la grandeza de la de mañana. Y ya sé que no he hablado para nada de literatura en este artículo, ya lo sé; y es que a Aub la literatura le importaba casi tan poco como a mí: un comino. “El planteamiento de los problemas de realidad e irrealismo me ha tenido siempre sin cuidado: me importan la libertad y la justicia”, dijo en Campo de los almendros, su más grande novela y una de las mayores de este siglo. Qué les parece la pieza cobrada, señores. Es Max Aub. Ustedes, homenajéenlo, intenten comérselo, que no saben lo que están haciendo.

Article publicat a “El País” el 31/05/03 per Ignacio Soldevila

El papel de la memoria y la memoria de papel

No hace poco tiempo que viene preocupándome el caso de la desmemoria de Max Aub, a la que tantas veces y tan frecuentemente se refería en sus conversaciones y en sus escritos, lamentando sus efectos. Las quejas de Aub al respecto son motivo recurrente, al menos desde la década de los cincuenta, en su correspondencia y en sus diarios. Y es un hecho reconocido por él que su forma habitual de combatir los efectos de tal problema era trasvasar cotidianamente a la escritura memorial, tanto en forma de papeletas, hojas sueltas, carnets de notas, agendas, cuadernos, etcétera, cuanto su memoria inmediata iba absorbiendo. Quejas que no sólo se referían a los efectos inmediatos sobre su vida cotidiana, sino a los que pudiera tener en su creación literaria. Aub, como saben sus lectores asiduos, había proyectado al fin de la Guerra Civil, y en torno a esa desgracia española, un vasto conjunto de novelas que dejaran testimonio de la misma y de sus secuelas. Un proyecto de cronista tanto como de novelista hacia el cual él no se hubiera sentido impulsado en circunstancias normales, ya que, desde sus comienzos vocacionales, el teatro le parecía el género para el que se sentía más dotado. Vocación a la que no podían ser ajenas su capacidad para el diálogo y su gusto por la conversación. Cuando examinamos hoy el ingente volumen de su opera omnia y recordamos los comentarios entre envidiosos y jocosos que de su fecundidad se hacían en México, podríamos sacar la falsa impresión de que Aub era un solitario entregado por entero a la escritura, cuando en realidad fue un hombre volcado hacia el contacto personal, con una enorme capacidad dialéctica y para establecer cordiales y duraderas relaciones de amistad, superando incluso las barreras y las distancias impuestas por el exilio, como podemos ver en su correspondencia y en sus diarios. No es de extrañar que en su obra narrativa el estilo directo en la reproducción de las conversaciones sea además de abundante, casi exclusivo, frente a la ausencia del recurso a cualquier forma de estilo indirecto. Por otra parte, un proyecto novelístico como el suyo, al estar convencido de no poseer esa capacidad proyectiva y abarcadora que les suponía a los grandes novelistas, le llevó a recurrir a la estructuración en mosaico, compuesta sobre la base de unidades narrativas breves, que fácilmente podían ser leídas como textos independientes. En los largos años de su exilio, perdidas ya las que habían sido sus fuentes habituales de ingresos, obligado a vivir exclusivamente de su pluma, y sin un público suficiente para hacer rentable su producción teatral o novelística, además de recurrir a la producción de guiones cinematográficos, uno de sus recursos fue ofrecer en forma de cuentos algunas de las teselas de su pentalogía para publicaciones periódicas, incluyendo la revista unipersonal “Sala de Espera”, en la que vertió durante tres años piezas en un acto, relatos, poemas, ensayos, alguna carta abierta, y las primicias de sus celebrados Crímenes ejemplares que hoy los expertos del micro-rrelato consideran ineludibles. Así, a pesar de que dos de sus proyectadas novelas -las que anunció en su prefacio a Campo cerrado (1943) con los títulos de Tierra de campos y Campo francés- no llegaron a su acabamiento, numerosos fragmentos en forma de cuentos se fueron publicando sueltos y luego en volúmenes como No son cuentos, Cuentos ciertos o Historias de mala muerte. Cuando en 1968 redactaba mi tesis doctoral sobre su obra narrativa, le hice observar que un mismo relato había aparecido en tres lugares con títulos distintos, y le pregunté si era porque le tenía particular afecto. Su respuesta: “No es más que una prueba de mi mala memoria. Sencillamente me encontré con el cuento en “Sala de Espera”, y no recordé que se trataba de la misma narración que la aparecida [con otro nombre] en Cuentos ciertos, y del brazo del olvido, lo di por tercera vez con otro título en “La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco”. […] De hecho, es parte desintegrada de Campo francés”. En otra ocasión ya me había indicado que Peua, su esposa, llevaba buena cuenta de las vicisitudes y los nombres de sus personajes para evitar incidentes parecidos. El azar, en ocasiones, hace bien las cosas. Redactando estas líneas, me ofrece “El País” del 11 de mayo un reportaje acerca de Eric Kandel, investigador de los fenómenos de la memoria y premio Nobel, y una entrevista en la que Aub hubiera encontrado gran consuelo a sus lamentaciones sobre su desmemoria: hay en el cerebro una molécula que tiene como función bloquear la transferencia de la información desde la memoria a corto plazo a la memoria a largo plazo, y la consecuencia positiva de este filtrado es que el cerebro no se llene de “basura que enterraría toda la creatividad de la mente”. Y que “probablemente, la flexibilidad del pensamiento se ve limitada por un exceso de información”. (“Suplemento Domingo”, página 9). Datos que, por otra parte, vienen a confirmar mi aventurada hipótesis (Historia de la novela española, 2001, páginas 24 y siguientes) de que una causa muy importante de la estabilidad (o la falta de evolución) de determinadas sociedades humanas podría haber sido el desconocimiento de la escritura, que obliga a transmitir todos y cada uno de los elementos de su civilización y su cultura a través del aprendizaje que desarrollaría la memoria a expensas de la creatividad. De ahí a afirmar que la desmemoria de Aub y su utilización de una exo-memoria portátil favoreció su creatividad, hay un paso que me atrevo a dar hoy.

Fragments de Diaris inèdits publicats a “El País” el 31/05/03

Ahí queda Guernica, L’espoir, pero perdimos la guerra; tal vez la hubiésemos ganado empleando el poco dinero que costaron en armamento.

Los exiliados no somos nadie. Mal dicho: “Somos nadie” para los españoles

30 de noviembre de 1959 Mauriac: “Je m’eloigne chaque jour un peu plus de la fiction, chaque jour un peu plus; écrire, pour moi, signifie témoigner”. Exactamente lo contrario de lo que me sucede. Testimonié. Ahora, cada día, creo que la ficción es el único medio posible (útil) de hollar, de dejar rastro, de testimoniar.

25 de enero de 1962 El escritor eyacula lo suyo para su generación o la que le sigue. Si no, queda en el olvido o, a lo sumo, catalogado en cualquier hilera enorme de nichos, que son las historias de la literatura. Por los azares de la historia los exiliados suelen -a veces- padecer este mal. Es el caso de los rusos huidos de la revolución bolchevique. Es el caso nuestro, el caso mío: diez, veinte, cien personas -a lo sumo- saben de mí, con conocimiento de causa, en España, y paro de contar. (Paro de contar sin dejar de contar, para no contar). Mala suerte. ¿Mala suerte? No; no haber sabido adaptarse a las circunstancias, buscar la manera de hacerse oír. Encastillado. Hay que ir hacia la gente -españoles, claro, en mi caso-, no esperar a que vengan a descubrirlo a uno en la madriguera. “El buen paño en el arca se vende”: sí y no. Puede pudrirse con el tiempo o ser comido por las ratas. Un poema genial no publicado: ni poema ni nada. Un escritor desconocido seguirá siendo tan bueno como se quiera, pero no es escritor más que para él, que, a la vuelta de la esquina, ya no es nadie. “No somos nadie”. Mal dicho: “Somos nadie” para los españoles. Fuimos nadie; no fuimos, habiendo sido, por lo menos para mi generación y la que nos siguió. Me lo dicen dos más, interesados: “¿Max Aub?, no lo había oído nombrar hasta que salí”. (Hasta que salió de España. Y eso por casualidad y sin poder leer mis libros: no se encuentran).

9 de diciembre de 1962 Esta sensación constante de la obra mal hecha, que de cuanto se ha escrito no va a quedar nada. Que trabaja uno en vano, de balde. Porque se escribe para quedar y, si no se consigue, nada tiene sentido. Podría vivir con sólo vivir. Sin embargo escribo, paso la vida pensando cómo, qué escribir para quedar. Si lo hago mal -como tantas veces lo supongo, por las razones que sean-, fracaso, como el que cree en Dios y se encuentra, el día de mañana, con la nada; es decir, no se encuentra. Los que creemos en una inmortalidad limitada -es algo más que un decir- en el recuerdo de los demás -la gloria-, vivimos sobre -en- ascuas. No se escribe por escribir sino por quedar (tanto el realista como el que no lo es). Frente a la vida, no a la muerte, todos iguales: haciéndose, deshaciéndose cada día por y para dejar su huella, con el miedo del viento que la borre, del terremoto que la destruya -de no tener la fuerza suficiente para imprimirla en el barro del que estamos hechos-. Terrible gusano de la duda: ¿vale algo lo que hago?, ¿vale lo que hice, lo que pueda -todavía- hacer?

1 de junio de 1964 Estoy ligado por unas razones u otras, pero todas de dinero, con lo mejor que produjo la guerra civil: Guernica, que le pagué 150.000 francos a Picasso -dejándole la propiedad de la obra-. L’Espoir de Malraux, a quien se le pagó como medio millón, dejándole también la propiedad de la película; Numancia de Cervantes, montada por Jean Louis Barrault, a quien di 15.000 francos para ayudar a su estreno en el teatro Antoine. No hice mucho más como agregado cultural -pronunciar conferencias- y preparar el famoso Congreso de Escritores en Madrid. De todos modos, visto a ojo de pájaro, y en menos de un año, no estuvo mal. Ahora bien, ¿de qué le sirvió todo esto a la República? No digo de qué le servirá el día de mañana, sino de qué le sirvió. No le sirvió de nada y le servirá de mucho. Obra de escritor, contra la muerte del mañana, pero no contra la cotidiana de entonces, que es lo que había que vencer. Ahí queda Guernica, L’Espoir, la Conferencia, pero perdimos la guerra; tal vez la hubiésemos ganado empleando el poco dinero que costaron en armamento. Si hubiese que enfrentarse de nuevo con la misma realidad, ¿qué haría? Seguramente dejarme vencer -por cobardía- por mi condición de escritor, intentando probarme que lo que importa es la propaganda de la razón. Y, seguramente, volveríamos a perder.

19 de junio de 1968 ¡Qué terrible impresión la de la lectura de las memorias de Azaña, que leo en uno de los primeros tomos que salen de la imprenta! ¡Qué diferencia de lenguaje para la naturaleza y los hombres! A lo sumo hallan perdón las muchedumbres y los desfiles militares. En cuanto a los hombres sólo adjetiva a los que desprecia (sus amigos no pasan de ser un nombre o un apellido). Y sabía que escribía -en 1931- para el futuro. Ese constante -y falso y verdadero- apetecer de la tranquilidad del retiro (no era cierto, a menos que para él fuese el Ateneo o la oposición en el Parlamento, que es cuando no escribe sus impresiones, cuando normalmente debiera ser al revés). Interés enorme -para mí al menos-, pero no creo que sirva su publicación para engrandecer su figura. Ese afán de poder disimulado… Si lo quería de veras dejar, ¿por qué no lo hizo? Voluntad no le faltaba, ni talento, lo que no tenía era misericordia.

2 de febrero de 1969 Dámaso Alonso, presidente de la Academia (A una alumna que me pide unas líneas para un homenaje). Lo he intentado, y no puede ser. Ninguna ofensiva vale. La duda, la decisión, el recuerdo, el afecto, la admiración, se amontonaron desordenadamente. No puedo. Todo fue dar en disparates, no sabía qué pescaba, puro desatino abrazando el aire (teniendo él tan buenas asaduras). No sé lo que imaginaba: así, ¿cómo, qué escribir? [ …] De un lado me carcajeo, por otro lo siento horriblemente, sin contar mi gusto y reconocer lo normal del hecho. Pero es que los que le ven no le conocen y los que le conocen, ¿cómo van a verle? ¡Ay, Dámaso! ¿En qué te convertiste? Siempre anduviste en dar y tomar; recibiste poco: por miedo. Te quedaste a medio camino de ti mismo y llegas al máximo de los honores, convertido sin convertir. Dios te tiene a su diestra, bendito sea y benditos sean los ríos que -tú lo sabes- te lloran. Y te lloramos también unos cuantos y -todavía- tomamos (como estos días con Buñuel) algunas copas a la salud del que fuiste. Queda el campo por tuyo. Pero a tu alrededor, ¿en qué sillón está Federico, en cuál Miguel, en dónde Pepe, Jorge, Juan, y el otro Juan y yo? Luis, Manolo, Emilio, Pepe Moreno bien está que no estén, fueron, pero, ¿y Paco, y Américo sobre todo? ¿Cómo murió Canedo? Yo sé que todo eso no cuenta, con razón: todo acaba y hace mudanza. Fíjate que lo intenté todo, pero no puedo: te veo, te abrazo, te quiero, pero alcanza a más el retozo, me meo de risa. ¡Dámaso, Presidente de la Real Academia Española! […] ¡Sólo eso nos quedaba por ver! Es puesto para gente seria, para Ricardo León, para Millás (antes de que muriera), para Pemán -tan amigo de don Juan- pero, ¿para ti? Créeme: es un disparate, no naciste para alzar la bandera ni besar manos ni tener gobierno. Sienta a otro en su sillón. En fin, ya tienen sangre real. Te veo y no lo creo. Tienes en tus manos el gobierno supremo; indebidamente, pero lo tienes: no eres el primero. Claro está que eso no te quita ser hijo de la ira, pero te tienes que mirar, como tal, expuesto en un escaparate. Iré a verte. Tal vez queriendo reír me eche a llorar. Dios te proteja y te tenga en su santa mano.

13 de marzo de 1972 Carta de Satrústegui al Gobierno español (parece que este caballero es de pro -un “caca gorda”, como dice Elena-). Le escribe a mi conocido Emilio Romero, por lo visto todavía director de “Pueblo”, que se negó a publicarla. Soy respetuoso con el texto de la misiva, que pide cierta libertad de expresión para los ex combatientes -todos-, pero no puedo dejar pasar (ante el entusiasmo de los actuales enemigos del régimen) el párrafo siguiente: “Son muchos, sin duda, los ex combatientes y ex cautivos que están vinculados a él (al Movimiento Nacional), pero también son muchos los que, como yo, no lo estamos. Ello prueba que el Alzamiento -reacción vital contra una gravísima situación de anarquía política y social que presagiaba una inminente dictadura del proletariado- fue una cosa, y el Movimiento -fórmula política que todavía hoy tiene que definirse y explicarse y a la cual, como es lógico, puede uno vincularse o no- es otra”. Bien. Como es natural no voy a entrar a dirimir quién fue del Movimiento o del Alzamiento, a quién le tocó más laureles. Por mí, repártanselos por igual. (Aunque supongo que Falange sin los señores militares todavía estaría mitad en la Comedia y mitad en La Ballena). Lo que sí quiero recalcar es cómo el señor Satrústegui, caca gorda de la actual situación, da por sentado que, en 1936, existía sin remedio “una situación de anarquía política y social” -presidida evidentemente, si la historia no miente, por don Manuel Azaña-, que presagiaba “una inminente dictadura del proletariado”. Ignoro, naturalmente, porque no soy de aquí, cuántos años tiene el señor Satrústegui, pero me gustaría saber en qué periódico, en qué libro, en qué conferencia, Francisco Largo Caballero (¿quién sino él?) la inminente nombraba como tal. ¿O era Indalecio Prieto?

Article publicat a “El País” el 31/05/03 per Rafael Conte

El hombre que quiso ser español

Cuando conocí a Max Aub, en aquel primer y malhadado viaje que hizo a España en 1969 -que luego dio lugar a su magistral La gallina ciega, ese renovado “viaje por España” que debiera seguir repicando en nuestra conciencia como si las campanas de John Donne siguieran doblando -que siguen- por todos, lo que más me sorprendió de él fue que era un hombre que había decidido ser español en su primera juventud, por sí mismo y él solito, sin que nada ni nadie le empujara o ayudase a serlo. “El hombre es de donde hace el bachillerato”, dijo después como para justificarse con su característico humor de siempre. Pues, en realidad, él había nacido en París, hijo de alemán y francesa -ambos judíos laicos-, su primera lengua fue el francés, y allí vivió e inició estudios políglotas (y en el antiguo Collège Rollin, actual liceo Jacques Decour), hasta que el estallido en 1914 de la Primera Guerra Mundial hizo poner a su familia los pies en polvorosa. Se instalaron en Valencia por razones profesionales y amistosas (su padre, corredor de comercio en bisutería fina, viajaba mucho por nuestro país y hasta hablaba en español con su esposa) y allí cursó Max Aub el bachillerato en el instituto Juan Luis Vives, donde entabló relaciones con un amplio grupo de amigos e intelectuales posteriores como Medina Echevarría, los hermanos Gaos, Juan Rejano o Gil-Albert y Juan Chabás después, empezó a leer y escribir en español, se dedicó a ayudar a su padre en el negocio (seis meses al año, lo que le proporcionó independencia económica) adquiriendo legalmente a su mayoría de edad la nacionalidad española. Bien, un joven políglota, viajero por Europa, de formación cosmopolita, sin demasiadas raíces nacionales, ni raciales, ni religiosas, aficionado a leer y escribir desde su primera juventud y que además elige ser español por voluntad propia, porque aquí hace el bachillerato, y que hasta no le molestaba ser calificado de “valenciano”, el colmo. ¿No les parece raro? ¿Acaso los españoles no lo somos por resignación y no por no poder ser otra cosa? Juan Benet dijo con sorna en el primer artículo de su proyecto constitucional que “todo español, por el mero hecho de serlo, tiene derecho al fracaso” y Cioran, que la Iglesia había inventado a España “para destruirla mejor”. Y hasta en su vejez, cuando le conocí, más bien bajito, bastante miope, con leve acento extranjero (rodaba las “erres”), sarcástico, mitómano y bien humorado, Max Aub me quiso convencer (yo había ido a hacerle una entrevista conducido por nuestro común amigo Manuel Andújar) de que había venido a España para preparar una película con Luis Buñuel sobre la vida de Cristo, que iba a protagonizar Carlos Barral, cosa que yo, advertido y ya lector de su gran Jusep Torres Campalans y su admirable Antología traducida, no publiqué, claro está, aunque la broma privada me lo definió desde el principio. Al final terminamos un grupo de amigos en una cena que le ofreció Jaime Salinas en nombre de Alfaguara (que luego editaría sus seis Campos de El laberinto mágico sin cortes, pues Aub no los consentía) con Ángel González y un servidor debajo de la mesa y brindando en su honor. Primero fue un escritor muy esteticista y hasta vanguardista -era la moda de los años veinte- en prosa, poesía, teatro y narración al alimón, introducido por sus lecturas de las revistas francesas y alemanas, por Jules Romains y Enrique Díez-Canedo, por las publicaciones de entonces y en el Ateneo de Madrid. Ser vanguardista es algo que confiere a todo buen aprendiz de escritor un mejor conocimiento de su herramienta literaria (Francisco Ayala lo dijo), pero menos mal que luego vino la Segunda República, la política (se inscribió en el PSOE el año 1928 y nunca dejó de militar en el socialismo democrático, aunque nunca fue comunista, ni tampoco anticomunista, claro) y la Guerra Civil, y conforme su literatura se “comprometía” y politizaba, el resultado final fue el de la derrota, el exilio, el paso por cárceles y campos de concentración hasta desembocar en un exilio del que nunca regresó. Le habían expulsado del país de su elección, aunque nunca pudieron hacerlo de la lengua que tan bien eligió y a la que rindió un tributo total con su vasta, dispersa, unitaria y variada obra literaria que ahora empieza a ser conocida de manera completa ya de una vez, pues con motivo de su centenario se van completando todas las iniciativas iniciadas ya hace más de un lustro. Ha sido, sin duda, el escritor más “español” de toda nuestra literatura, porque lo fue precisamente porque quiso, por amor al país y a la lengua de su elección, lo que le acompañó hasta el final, siempre con la moral por delante, la justicia social detrás y el respeto a una literatura que conoció como nadie. Y una última nota final: Max Aub escribió de todo -verso, prosa y teatro- y en todos los géneros, poemas en verso y prosa, textos propios o simulados disfrazados de apócrifos, novelas y cuentos largos, breves y brevísimos, aforismos, piezas teatrales largas -más de una decena- y más o menos cortas hasta una treintena más. Como dramaturgo (que es lo que fue, Ramón Pérez de Ayala lo dijo el primero sobre Valle-Inclán, su gran modelo, al definirlo sub speciae teatri, que es lo que era el propio Aub) es el mejor del pasado siglo en nuestro país, donde apenas se le representó (como al propio Valle). Su teatro -que era en su opinión lo mejor de su obra- quedó “incompleto” para siempre por irrepresentado en su tiempo y momento, pero aquí lo tenemos como “literatura”, que es lo único que de él (del teatro) queda y quedará por siempre jamás. Hasta el teatro también expulsó a Max Aub de su seno, pero da igual, esa expulsión ha colocado al escritor en la memoria universal, de donde ya desaparecen todos nuestros efímeros juegos escénicos de pandereta y tatachún, donde ya no queda sitio ni para la literatura, ni para la cultura, ni para el propio teatro en general. Y todo con la sonrisa y el humor en la boca, como fue su permanente actitud frente a todas las tragedias que le tocó vivir. Si eso no es una moral y una ética política y una moral de la esperanza ¿quién podrá nunca bajar a decírnoslo? ¿Es que tenemos, o podemos tener, otra? Max Aub, con sus sorprendentes juegos (como una “caja de sorpresas” le definí entonces) y la sonrisa permanente en los labios, es una de las pocas esperanzas que nos quedan y malhaya sea para quien no lo vea así.

Article publicat a la revista “Caràcters”, núm. 10 per Carlos Pérez García

El retorn de l’artista

Ediciones Destino ha realitzat per a Fundación Max Aub i Bancaixa una edició facsímil de Jusep Torres Campalans, la molt coneguda biografia d’un fals pintor cubista escrita per Max Aub i publicada Mèxic el 1958 per Tezontle, sota la supervisió tipogràfica del mític impressor holandés A. A. M. Stols (Mastricht 1900-Tarragona 1973), la influència del qual va ser sens dubte determinant perquè l’aspecte gràfic del llibre s’assemblés —en sintonia amb les intencions simuladores de l’autor— al de monografies de Skira. Com s’ha escrit, amb Jusep Torres Campalans —també amb La calle de Valverde (1961)— Max Aub tornà a utilitzar les fórmules literàries i gràfiques d’avantguarda que l’havien interessat, des de principis dels anys vint, després de distints viatges per Alemanya i França. Aquests coneixements de les propostes modernes van ser els que el situaren en el nucli de l’avantguarda espanyola de preguerra, destacant-lo també com un dels autors que més van contribuir a renovació cultural valenciana. Així, la seua obra d’aquella època, tant la prosa com que va escriure per a teatre s’inseriren en coordenades avantguardistes —Geografía (1929), Narciso (1928) i Fábula verde (1933), entre altres títols— i, en consonància, van ser il·lustrades per artistes alineats en moviments renovadors, com els valencians Pedro de Valencia i Genaro Lahuerta —adscrit una mica vagament a la Nova Objectivitat alemanya i al Novecento italià—, que el 1932 va obtenir la tercera medalla en l’Exposició Nacional de Belles Arts, amb un retrat de Max Aub. Els títols conservats a la biblioteca de Max Aub reflecteixen l’interés que l’escriptor mantingué, durant tota la vida, per l’art i la literatura d’avantguarda: de Marinetti, Cocteau, Max Jacob i Gómez de la Serna a Le Corbusier, Seuphor, Doisneau i Álvarez Bravo. Es pot dir que la seua fou una mirada universal que el diferencià dels seus companys d’aventura valencians que va retratar, de manera encertada i càustica, en La gallina ciega, quan els va retrobar trenta anys després. Un altre reflex d’aquest interés per les fórmules noves són els divertiments gràfics Ediciones Destino ha realitzat per a Fundación Max Aub i Bancaixa una edició facsímil de Jusep Torres Campalans, la molt coneguda biografia d’un fals pintor cubista escrita per Max Aub i publicada Mèxic el 1958 per Tezontle, sota la supervisió tipogràfica del mític impressor holandés A. A. M. Stols (Mastricht 1900-Tarragona 1973), la influència del qual va ser sens dubte determinant perquè l’aspecte gràfic del llibre s’assemblés —en sintonia amb les intencions simuladores de l’autor— al de monografies de Skira. Com s’ha escrit, amb Jusep Torres Campalans —també amb La calle de Valverde (1961)— Max Aub tornà a utilitzar les fórmules literàries i gràfiques d’avantguarda que l’havien interessat, des de principis dels anys vint, després de distints viatges per Alemanya i França. Aquests coneixements de les propostes modernes van ser els que el situaren en el nucli de l’avantguarda espanyola de preguerra, destacant-lo també com un dels autors que més van contribuir a renovació cultural valenciana. Així, la seua obra d’aquella època, tant la prosa com que va escriure per a teatre s’inseriren en coordenades avantguardistes —Geografía (1929), Narciso (1928) i Fábula verde (1933), entre altres títols— i, en consonància, van ser il·lustrades per artistes alineats en moviments renovadors, com els valencians Pedro de Valencia i Genaro Lahuerta —adscrit una mica vagament a la Nova Objectivitat alemanya i al Novecento italià—, que el 1932 va obtenir la tercera medalla en l’Exposició Nacional de Belles Arts, amb un retrat de Max Aub. Els títols conservats a la biblioteca de Max Aub reflecteixen l’interés que l’escriptor mantingué, durant tota la vida, per l’art i la literatura d’avantguarda: de Marinetti, Cocteau, Max Jacob i Gómez de la Serna a Le Corbusier, Seuphor, Doisneau i Álvarez Bravo. Es pot dir que la seua fou una mirada universal que el diferencià dels seus companys d’aventura valencians que va retratar, de manera encertada i càustica, en La gallina ciega, quan els va retrobar trenta anys després. Un altre reflex d’aquest interés per les fórmules noves són els divertiments gràfics Ediciones Destino ha realitzat per a Fundación Max Aub i Bancaixa una edició facsímil de Jusep Torres Campalans, la molt coneguda biografia d’un fals pintor cubista escrita per Max Aub i publicada Mèxic el 1958 per Tezontle, sota la supervisió tipogràfica del mític impressor holandés A. A. M. Stols (Mastricht 1900-Tarragona 1973), la influència del qual va ser sens dubte determinant perquè l’aspecte gràfic del llibre s’assemblés —en sintonia amb les intencions simuladores de l’autor— al de monografies de Skira. Com s’ha escrit, amb Jusep Torres Campalans —també amb La calle de Valverde (1961)— Max Aub tornà a utilitzar les fórmules literàries i gràfiques d’avantguarda que l’havien interessat, des de principis dels anys vint, després de distints viatges per Alemanya i França. Aquests coneixements de les propostes modernes van ser els que el situaren en el nucli de l’avantguarda espanyola de preguerra, destacant-lo també com un dels autors que més van contribuir a renovació cultural valenciana. Així, la seua obra d’aquella època, tant la prosa com que va escriure per a teatre s’inseriren en coordenades avantguardistes —Geografía (1929), Narciso (1928) i Fábula verde (1933), entre altres títols— i, en consonància, van ser il·lustrades per artistes alineats en moviments renovadors, com els valencians Pedro de Valencia i Genaro Lahuerta —adscrit una mica vagament a la Nova Objectivitat alemanya i al Novecento italià—, que el 1932 va obtenir la tercera medalla en l’Exposició Nacional de Belles Arts, amb un retrat de Max Aub. Els títols conservats a la biblioteca de Max Aub reflecteixen l’interés que l’escriptor mantingué, durant tota la vida, per l’art i la literatura d’avantguarda: de Marinetti, Cocteau, Max Jacob i Gómez de la Serna a Le Corbusier, Seuphor, Doisneau i Álvarez Bravo. Es pot dir que la seua fou una mirada universal que el diferencià dels seus companys d’aventura valencians que va retratar, de manera encertada i càustica, en La gallina ciega, quan els va retrobar trenta anys després. Un altre reflex d’aquest interés per les fórmules noves són els divertiments gràfics que Max Aub va realitzar en distintintes etapes de la seua obra, entre els quals destaca El Correo de Euclides, una sèrie de felicitacions d’any nou enviades als seus amics des del 1959 al 1968 —denominada per Ricardo Muñoz Suay com «El correo del max allá»—, l’aspecte formal i l’estructura del contingut de les quals remet a la ironia i les disposicions tipogràfiques del dadaisme. Sembla, doncs, conseqüent que Max Aub escrivís i dibuixés Jusep Torres Campalans, un llibre on, a més de mostrar la seua passió per l’art modern, va opinar com un expert sobre l’estètica i la filosofia que sustentaren les noves formes durant el primer quart de segle. Aquests coneixements, més que notables, dels fenòmens plàstics —en concret, el cubisme, el dadaisme i el surrealisme— i el fet que la suposada biografia s’assemblés a les d’alguns pintors moderns —en ocasions s’ha citat sense cap fonament la de Joaquim Torres-García— contribuïren a fer real Torres Campalans i aconseguiren que alguns lectors, entre els quals algun destacat professional de l’art, manifestessen sense rubor haver-lo conegut i tractat. En Jusep Torres Torres Campalans és tan important el text com les il·lustracions, on Max Aub, mostrant una rara habilitat com a dibuixant, realitzà, a la manera de Picasso, Braque i Torres-García, el fals catàleg d’obres del pintor —que apareix en el llibre junt al primer, en una imatge fotogràfica manipulada per Josep Renau. La simulació no podia ser més perfecta. La producció literària d’Aub, a partir dels anys quaranta, va evolucionar cap a un realisme de forta arrel moral i crítica —amb el qual rememorà l’Espanya anterior al 1936 i les conseqüències de la guerra— que en ocasions, segons considera J. M. Bonet, es tornà irònicament galdosià. Aquesta opció, tanmateix, no exclogué obres com Jusep Torres Campalans —o com Crímenes ejemplares, molt relacionada amb les propostes de Gómez de la Serna— on mantingué l’actitud d’escriptor d’avantguarda i reflectí igualment la seua preocupació per l’art gràfic i les composicions tipogràfiques, cosa que —en consonància amb l’esmentada actitud— li agradava en extrem i sobre la qual el seu amic Joan Renau, company d’exili, va escriure: «pulula solitario por viejas imprentas, en busca de tipografía exquisita para editar sus multiplicados librillos y libros». D’aquesta manera, Max Aub s’alineà amb la gent que va dinatmitzar —conjugant la ironia, l’elegància, la saviesa i l’àcid sulfúric— les arts i les lletres modernes. Entre d’altres, amb Tristan Tzara, Picabia i Raymond Queneau. Quan Max Aub va publicar Jusep Torres Campalans, Espanya era un immens desert cultural i València una de les zones més desolades d’aquell territori, per on transcorria la vida d’una troupe pintoresca —definida per R. Blanco com «la calderilla local »— i en la qual s’integraren alguns dels antics companys de Max Aub dels anys vint i trenta, per als quals ser un artista o un escriptor d’avantguarda, a diferència del que pensava i sentia el pintor cubista que ell creà, consistí a assistir a tres o quatre festes de disfresses on se serviren —seguint el dictat del la prudència i la moderació— còctels de baixa graduació. I això, anys abans que decidissen acceptar una situació política que rebutjà qualsevol intent renovador.

Article publicat a la revista “Caràcters”, núm.8 per Francisco Díaz de Castro

Poesia autobiogràfica de Max Aub

A partir dels primers moments de l’exili i fins a la mort, Max Aub va escriure, paral ·lelament a les obres dramàtiques i narratives, una sèrie d’anotacions diarístiques en prosa que constitueixen l’excepcional testimoni íntim de l’escriptor i de l’home. «No puedo callar lo que vi para escribir lo que imagino», escriu Max Aub als Diarios, fixant el que podria ser el leitmotiv intel·lectual de tota la seua obra, motiu central també dels poemes reunits en l’estremidor Diario de Djelfa. «Hijos de la intranquilidad, del frío, del hambre y de la esperanza —o de la desesperación »: així definia Max Aub els poemes de Diario de Djelfa, que marcà en 1941 el seu dramàtic retorn a la poesia. Els poemes d’aquest llibre enriqueixen l’activitat diarística i testimonial de Max Aub des de la més alta tensió expressiva del llenguatge poètic. Una tensa voluntat de testimoni col·lectiu i l’expressió emocionant d’una angoixa viscuda en present concentren l’escriptura autobiogràfica d’aquestes poesies de riquíssima especulació verbal, d’ampla varietat de formes estròfiques i, particularment, d’una aguda sensibilitat davant la natura nordafricana. Al llarg de la crònica datada (de 4- V-1941 a 8-VII-1942), aquests tres elements se situen en els poemes com a úniques armes de resistència contra la intempèrie, la fam, l’horror i la desesperació. «Les debo quizá la vida —escriu Aub en el pròleg— porque al parirlas cobraba fuerza para resistir el día siguiente». Imposant- se sobre les tortures, el treball forçat, les morts i la nostàlgia, la força plàstica amb la qual la natura s’inscriu en els poemes subratlla l’horror d’una experiència que les sis fotografies afegides al llibre mostren sense paraules en tota la seua cruesa: «Viento loco, tierra seca, / boca sedienta, sediento. / Mundo ciego, arena en cielo. / Polvo, tormenta y tormento. / Vuela y entierra y aúlla / la arena de duna en duna./ Tierra que aterra y entierra/ en cielo vuelto y revuelto», «Allá donde llega el ojo/ llega la nada […] amarilla y parda». Impressiona la ràbia del poeta, ocasionalment enganxada a la recerca lèxica («En hoyancas, al cielo siempre abiertas, / del cocinar inmundos vertederos, / mondo amontijo, y amarillos ceros, / carcavinan camellos; huesas yertas ») o dirigida cap a l’expressió del desig eròtic irrealitzable (Una morilla / anda cernidilla, / blanco garbo, / blanca gracia, / blancos pliegues / y repliegues, / blanca almalafa./[…] El preso que la ve / queda más preso. / El sol, los árboles, la sed…»), però en tot moment lligada al testimoni del presoner poeta que sap emprar la ironia per temperar artísticament —a l’altura exigible de la utilitat permanent de l’art— el patetisme immediat d’aquesta crònica obliqua del sofriment col·lectiu. Les dues edicions anteriors del Diario de Djelfa —1944, 1970— les publicà Max Aub a Mèxic. Amb un penetrant i documentat pròleg, Xelo Candel ha editat ara per primera vegada a Espanya aquest llibre «que configuró desde la distancia geográfica parte de nuestra memoria histórica y mantiene una clara vigencia a la hora de completar el friso de la poesía española de posguerra». Això és indubtable, i fins i tot permet que el públic lector conega una faceta més, la poètica, del singular narrador i dramaturg que va ser Max Aub, un dels més grans escriptors de la nostra generació perduda de la República. Malgrat els vents contraris, ben diversos, i gràcies a esforços com els de Xelo Candel i els editors d’aquesta col·lecció, la figura de Max Aub comença a eixir a la superfície amb més força que mai. Serà molt difícil tornar a menysvalorar-lo.

Article publicat a “El País” el 08/04/03 per Ferran Bono

La libertad insobornable y la lucidez de Max Aub reviven en su centenario

La condición de intelectual y cronista de su tiempo de Max Aub, para quien los problemas políticos eran fundamentalmente morales, fue destacada ayer en Valencia en la jornada inaugural del congreso internacional Max Aub: Testigo del siglo XX . Decenas de especialistas, reunidos en el antiguo monasterio de Sant Miquel dels Reis, sede la Biblioteca Valenciana, analizan la obra literaria y la trayectoria vital de este judío errante, autor de La gallina ciega y otras muchas obras sobre las que durante años apenas se ha arrojado luz. Se conjura así también el pasado de este rehabilitado monasterio, que fue cárcel de ominoso recuerdo durante la Guerra Civil y la posguerra . “Tras un tiempo en que Max Aub estuvo en un oscuro rincón, su obra y su testimonio han sido recuperados y rescatados, y ya ocupa el lugar que se merece entre los escritores del siglo XX”, subrayó ayer el consejero de Cultura de la Generalitat valenciana, Manuel Tarancón. El congreso, organizado por la Generalitat y la Fundación Max Aub de Segorbe, forma parte de los numerosos actos programados en el Año Max Aub declarado por las Cortes Valencianas. Entre los objetivos de Max Aub: Testigo de un siglo se encuentra el análisis de los elementos clave del siglo XX y su interpretación a través de la visión de Aub. Elementos como el desarraigo, el compromiso, la distancia crítica o la implicación moral. No en vano Aub fue un hombre cuya convicción de pertenencia a una época vino fundamentada en gran medida por la experiencia de la Guerra Civil y el largo exilio. En este sentido, a lo largo del encuentro se revisarán las relaciones del escritor con exiliados como Francisco Ayala, Américo Castro, Juan Marichal, Vicente Llorens, Luis Buñuel, Emilio Prados o Jorge Guillén. Tradición literaria La intervención de apertura del congreso versó sobre el campo que más y mejor cultivó en sus distintos géneros, la literatura. El catedrático emérito de la Universidad de Laval, en Quebec, y uno de los máximos especialistas en la obra de Max Aub, Ignacio Soldevila, desgranó en su conferencia Aub y la tradición literaria española. El estado de la cuestión , algunas de estas influencias, destacando la importancia de tres escritores como Cervantes, Góngora y Quevedo en su posterior producción. Soldevila recordó cómo adoptó el castellano el autor de Crímenes ejemplares a los 11 años, cuando se traslada a Valencia procedente de París. Pronto conoce y aprecia a Gonzalo de Berceo. “En clase de literatura, mi entusiasmo iba a Berceo, porque yo, con mi francés y mi latín, muy a los principios, entendía mejor -o lo creía- a los primitivos”, le comentó Aub a Soldevila en la autobiografía que le entregó en 1953 para que confeccionara su tesis. Aub, que solía decir que uno es de donde ha hecho el bachillerato, adoptó con esfuerzo el castellano, pero ya no lo abandonó como su única lengua de escritura creativa, si bien el conocimiento de otros idiomas le permitió estar suscrito a revistas y publicaciones extranjeras y estar en contacto con las principales corrientes del momento. Cuando se incorporó en 1922 a las tertulias literarias de Madrid, por primera vez en más de un siglo, el espacio literario español estaba “en sintonía con los movimientos y espacios literarios en Occidente”. Los movimientos de las vanguardias de entreguerras marcaban el discurrir de la cultura europea. Aub atesoraba ya de joven una gran amplitud de conocimientos, lo que, unido a sus raíces francesas y alemanas, le hacía especialmente interesante a ojos de los jóvenes que más tarde formarían la llamada Generación del 27. Como contrapartida, el autor fue influido por el “desdén” de estos artistas por una buena parte de las figuras del realismo y del romanticismo, explicó Soldevila. Aub, no obstante, sintió admiración por la obra de Benito Pérez Galdós, y en su juventud también tuvo “grandes entusiasmos” por escritores de la Generación del 98, como Pío Baroja o Miguel de Unamuno. El coordinador del congreso, Juan María Calle, señaló que “Max Aub recorre nuestra historia intelectual y cultural como testigo del siglo XX desde la perspectiva de un judío errante, valenciano nacido en París”. El congreso, que se prolonga hasta el sábado, está dividido en seis bloques: Max Aub y las vanguardias artísticas , coordinado por Juan Manuel Bonet; Max Aub, espejo de España , por Mariano Peset; Max Aub, entre la persecución y el exilio , por Manuel Aznar; Max Aub en la sala de espera de la guerra fría , por José Carlos Mainer; Max Aub y la tradición literaria , de Soldevila, y Max Aub y el exilio español , por Sebastián Faber.

Article publicat al diari “ABC” el 25/01/03 per Santiago Castelo

El último Max Aub

A veces el azar pone las cosas de manera que todo confluye de forma sencilla y clara de puro armónica. Quizás por eso yo tuve la suerte de conocer a Max Aub cuando él regresó, de visita, que no de vuelta, a España en el otoño de 1969. Casi todos recuerdan estos días al escritor prodigioso que había en Max Aub. Yo voy a recordar a un Max Aub sencillo, humano, cordial. Como se hace añorando a los amigos que se fueron. Porque aunque nuestra amistad fuera breve, yo sé algo del último Max Aub. Le conocí en 1969. El escritor tenía sesenta y seis años. Yo, veintiuno. Llegó una mañana a la Hemeroteca Municipal de la plaza de la Villa y se sentó a leer. Le acompañaba Perpetua Barjau, su mujer, Peua para los íntimos, una de esas mujeres extraordinarias, únicas, que muy de tarde en tarde salen al paso. Yo me acerqué tímidamente. Creo que hasta le pedí disculpas por saludarlo. Pero nos ganamos en amistad en seguida. Luego, los días siguientes, la acrecentaron. Paseábamos por la calle Mayor. A veces, hablábamos mucho. Otras, sosteníamos largos silencios. Y era que el escritor enamorado de España, profundamente amante de Madrid, miraba las casas, las calles, las tiendas con unos ojos tristes de melancolía de exilio. Me convertí un poco en su lazarillo. Distancias con el Régimen ¡Cuántos recuerdos debían pasar por aquella mente, cuántas nostalgias!… Muchas tardes, en el hostal de los Reyes Católicos, donde paraban, al lado mismo de San Francisco el Grande, venían a verlo escritores, pintores, poetas, compositores. Recuerdo una puesta de sol a finales de octubre. Max Aub hablaba de novelistas, de músicos. Oírle hablar era una delicia. Lo mismo recordaba los lejanos tiempos de Cansinos-Assens que relataba sus impresiones ante una sinfonía modernísima. Una tarde le escuchábamos Rafael Conte, Luis de Pablo y yo. Recalcaba que había venido de visita a España; pero no que volviera… Quería marcar distancias con el Régimen. Otro anochecido acudió Concha Buñuel, hermana del director de cine cuya biografía Max dejó inconclusa, y hablamos de las vivencias infantiles de Luis Buñuel y sus influencias en todas las películas, sobre todo en La Vía Láctea, Nazarín y El ángel exterminador… Me sorprendía que Max Aub supiera más detalles de la infancia de Buñuel que su propia hermana. De aquella estancia entre nosotros, en 1969, escribió un libro, una especie de diario titulado La gallina ciega, en el que generosamente me citaba. Para no comprometerme habla del Barbitas. Yo nunca se lo agradeceré lo suficiente. Tengo la primera edición, editada por Joaquín Mortiz en México en diciembre de 1971. Como él sospechaba, sonriente e insobornable, el libro estuvo prohibido en España hasta julio de 1976, cuatro años después de su muerte. Todo le interesaba: la política, las entrevistas, los sucesos. Tengo muchas cartas suyas solicitándome tal reportaje sobre Dalí, un artículo de Gironella, tal otro cuento suyo que se publicó, allá, por los años treinta, en la revista Alfar, de La Coruña… Se disculpaba por «hacerme trabajar». Yo entonces le tenía que reñir afectuosamente. Conservo una carta en la que me pedía que agradeciese a Antonio Valencia la crítica que en Arriba había dedicado a uno de sus libros. Cuando yo le dije que Antonio Valencia no era seudónimo ­como él creía­, le escribió desde México. Era, ante todo, un hombre agradecido. Un hombre bueno, en el sentido total de la palabra. Un hombre al que la vida baqueteó demasiado, y él, a cambio, le entregó lo mejor de su inteligencia y de su sentimiento. Era un hombre cabal, lleno de ironía. De esa ironía que sólo pueden tener los sabios. Un gran escritor que había pagado el dolor con humor sencillo, sin dolor. En julio de 1971 me escribió una carta que, entre otras cosas, decía: «Muchísimas gracias por su carta y los recortes que la acompañan. Algunos me han producido verdadero regocijo, y no hablo de los que me ponen por las nubes, sino precisamente el de un señor, creo recordar que es el de un artículo de Triunfo, que me mandó en fotocopia, en el que decide que los poemas de Subversiones son malos. Menos mal que están tomados de la Biblia y otros apócrifos». Gustaba de bromas y de engaños literarios. Hizo picar a más de uno con su Jusep Torres Campalans o con su falso discurso de ingreso en la Academia… Algunas de sus cartas más emotivas son cuando recuerda a las hijas lejanas o a los nietos. En una de las últimas me hablaba de su hija Elena y de su familia que se venían a vivir a Madrid. Eran tan entrañables sus cortas frases rogándome que les atendiera en lo que pudieran necesitar, que me estremecían tanto como algunos de sus mejores poemas. Volvió a Madrid en la primavera de 1972. Nos vimos algunas veces. Ya no paraban en el hostal del viejo barrio de la Paloma, sino en la casa de su hija, la admirable Elena, allá por Diego de León. Ni más cerca ni más lejos de su calle de Valverde… Le encontré muy flojo. Hablábamos, como siempre, de todo; pero esta vez la salud estaba más resquebrajada y volvíamos siempre a sus libros y a sus enfermedades… El gran ausente La tarde del ingreso de Buero Vallejo en la Real Academia lo encontré rejuvenecido. Allí, junto a Max, estaba Perpetua, pendiente de él, de su quebrantada salud, de si fumaba un pitillo de más. Y él, rodeado de gente joven. En el artículo que dediqué a aquella recepción, escribí: «Allí estaba Max Aub, el gran ausente, ahora gloriosamente entre nosotros». Sí, gloriosamente. Algunos le llamaban maestro. En los libros con el discurso de recepción de Buero nos «dio fe» de la celebración del acto. Tenía el pulso firme. Estaba contento. Varios profesores le decían que pronto ingresaría él. Y Max se reía… Yo tenía el presentimiento de que Max Aub arribaría muy pronto a la Real Academia. Ya en la calle, nos despedimos. Besé a Peua, abracé a Max y nunca más volví a verlo. Sí a escucharlo por teléfono. Su sonrisa amplia la siento aún a través del cristal del coche de José Luis Cano, mientras me despedía con la mano al aire. Con aquella mano de escritor grande, que dos meses justos más tarde le dejó paralizada, antes de fulminarlo, una trombosis cerebral.

Article publicat al diari “ABC” el 25/01/03 per Ignacio Soldevila Durant

Vísperas de un centenario español

Se conmemora el centenario del nacimiento de Max Aub. Una conmemoración en la que se va a llevar a término la edición de sus Obras Completas, iniciada bajo la dirección de Joan Oleza en 2001 y que lleva publicados siete de los once tomos proyectados. Para este año están programados diversos congresos en torno a su figura. Y en los últimos diez he sido testigo de la presentación de excelentes tesis doctorales y la preparación de otras. A estas alturas, nadie podría poner en tela de juicio que Aub es, junto con Sender, el máximo representante de los novelistas de su generación, y con Francisco Ayala, el indiscutible mejor narrador de cuentos y nouvelles de esa «otra generación del 27». Por ello sería absurdo querer ver el centenario como una ocasión para reivindicar una figura que ya lo está, y ocupa el sitio que le corresponde, hoy por hoy, en el canon literario español. Pero no es menos cierto que no hace tantos años que la situación era muy distinta de la cuasi panglossiana que acabamos de trazar, y por ello no parece inútil recapitular los hechos. Clara vocación Desde sus comienzos como escritor hasta la última década de su vida, no tuvo las cosas fáciles para su vocación literaria. En este país tan poco hábil para captar talentos ajenos cuando se acogen a su seno, un joven nacido en París de madre francesa y padre alemán, ambos judíos agnósticos, exiliados de Francia a raíz de la guerra europea, que a los doce años frecuentaba el instituto de segunda enseñanza de Valencia mientras iba aprendiendo un tercer idioma hasta entonces desconocido, y aun un cuarto que en las calles del Cabañal oía cotidianamente, y de cuyas peculiaridades fonéticas se le resistió siempre la pronunciación de la erre, no tuvo las cosas fáciles. Pero tuvo clara su vocación de escritor, y sus primeros versos, en imperfecto castellano, no tardaron en brotar. Al final de su bachillerato, durante el cual hizo esas primeras amistades definitivas que el destino quiso fueran compartidas incluso en el exilio (José Gaos, José Medina Echavarría), ya tenía decidido que no era la Universidad el lugar idóneo para progresar en la adquisición del oficio, sino la lectura voraz y la frecuentación de las gentes en su vivir cotidiano. No por otra razón decidió trabajar para su padre, recorriendo durante catorce años, en temporadas de seis meses, toda España como representante de bisutería. Y dedicando los otros seis a su vocación, frecuentando las tertulias literarias, en las que ya fue presentado por Díez Canedo en 1922. Sus primeras publicaciones no tuvieron el respaldo familiar, ni la acogida de editores poco interesados por el riesgo. Las pagó de su bolsillo cuando no las aceptaban las revistas culturales que le publicaban sus artículos, sus cuentos, sus poemas. Las bromas no le hacían mella. Que Lorca imitaba su pronunciación gutural ¡Estupendo! Que en “Revista de Occidente” le rechazaron la edición de una novelita, Fábula verde, devolviéndosela con un chiste: «Demasiados vegetales», pues se pagaba una edición de lujo, con dibujos de Pedro de Valencia y de Genaro Lahuerta, sus amigos pintores, dejando una de las mejores creaciones editoriales de aquellos años, que la crítica más selecta ­el propio Jarnés­ acabaría aplaudiendo. Que sus primeras obras teatrales no las aceptaba ningún director, las daba a la luz como Teatro incompleto, o en ediciones de la revista “Cruz y Raya” (Espejo de avaricia) de su amigo Bergamín, o a su costa (Narciso) en la imprenta Altés de Barcelona, con un dibujo de Obiols. Una trampa Presenta a don Manuel Azaña un proyecto de Teatro Nacional para que la escena no siga exclusivamente en manos de los promotores. Adquirida la ciudadanía española, cuando pudo optar por la francesa y la alemana, la guerra civil vino a poner entre paréntesis (que acabaría siendo punto final) su carrera literaria en España. Miembro del PSOE desde su juventud, puesta su pluma al servicio de la República ya en febrero de 1936, agregado de Cultura en la Embajada de París con Araquistain, factótum de Malraux en la realización del filme Sierra de Teruel, su salida de España hacia el exilio en enero de 1939 era inevitable. Lo que no estaba previsto era que este regreso a su país natal se fuera a convertir en una trampa que, de cárcel en campo de concentración, lo tuvo del 40 al 42 siempre al filo de la eliminación, por su condición de republicano, de judío, y por la falsa denuncia de comunista lanzada por un agente doble y que todavía hasta 1956 le haría imposible su vuelta a Francia, de la que salió para un campo de trabajo en Argelia la víspera de que los nazis entraran en el campo de concentración para llevarse a los judíos. Hasta su embarque en Casablanca camino de Veracruz en 1942, las peripecias de Aub tienen mucho en común con las de los personajes secundarios del filme protagonizado por Bogart y Bergman, sin glamour, y con escenas de La lista de Schindler. En México, por segunda vez, se le repite la historia de 1916: la patria perdida, la familia en Valencia, donde el nuevo expolio reproduce el de sus padres en París. En México es un hombre dispuesto a rehacer su vida sobre las bases exclusivas de su trabajo de escritor, y que no cuenta con los frutos de su trabajo comercial para prescindir de sumisiones. Por lo que hará de guionista para el cine mexicano, escribirá artículos para la Prensa y será profesor en la Escuela de Cine. Con esas ganancias ha de seguir pagando los primeros tomos de su producción novelística, decidido a ser testigo de la tragedia española, que literariamente tenía escaso interés, y se cerraba cualquier apertura hacia los lectores españoles que no fueran sus compañeros de exilio, más interesados en rehacer sus vidas que en recordar su camino hacia la derrota y el exilio. Su teatro tampoco interesa en la escasa escena mexicana, y sigue encontrando su única expresión en el texto impreso y en el trabajo de los grupos de aficionados y de estudiantes de la Escuela de Teatro de la UNAM, para los que escribe toda clase de obras breves, pero siempre con temas relacionados con su única obsesión: España, la guerra, el exilio. Hay que esperar a su última década, cuando ya siente poder, en parte, «callar lo que vi para escribir lo que imagino», para que se desarrolle en todo su esplendor la fantasía vitalista y el saber cultural acumulado durante los años felices anteriores al 36, con obras tan renovadoras como Vida y obra de Luis Álvarez Petreña, Jusep Torres Campalans, que junto con Luis Buñuel, novela, hubieran formado un tríptico de biografías donde invención y realidad hubieran servido para dar una visión inigualable y crítica de las vanguardias culturales europeas, si la muerte no hubiera dejado en un simple acopio de entrevistas la última de ellas, publicada póstumamente por su yerno Federico Álvarez. Pero el recogerlas le sirvió a la vez como pretexto para atreverse a venir a España en 1969 con el visado de tres meses que, por fin, se le concedió. España soñada Cabe pensar si no hubiera sido mejor morir sin haber realizado ese viaje que le mostró que su España soñada sólo estaba en su propia memoria, en sus novelas de El laberinto mágico, en La calle de Valverde o en Las buenas intenciones. Fue un duro golpe del que queda el testimonio de La gallina ciega, diario de ese viaje. Volvió en 1972 para despedirse de los suyos: los viejos amigos, la hija establecida en Madrid, los nietos queridos. Al mes de su regreso, murió como Unamuno: esperando a los amigos, sentado a la mesa, barajando un juego de cartas. Nos dejó otro, así titulado, en que ciento ocho personas las escriben, en el respaldo de otros tantos naipes, hablando del difunto Máximo Ballesteros. Ganaba el juego el que pudiera adivinar quién fue Máximo. Aún no ha ganado nadie

Article publicat al diari “ABC” el 25/01/03 per Joan Oleza

Antagonismo de apócrifos

La fascinación por los apócrifos es muy temprana en Max, pero le dura mucho: puede circunscribirse entre la primera (1934) y la tercera y definitiva versión (1971) de Luis Álvarez Petreña. En medio quedan el Jusep Torres Campalans (1958), la Antología traducida (1963) y el Imposible Sinaí (1967), entre otros textos apócrifos. Pero lo singular de esta pasión que consiste en poblar la vida real con seres de ficción es la estrategia a la que sirven, en la obra de Max Aub. La tradición moderna y occidental de los apócrifos se remonta a 1760, cuando James MacPherson hizo creer a la Europa ilustrada en la existencia de Ossian, un poeta épico del siglo III antes de Cristo, cuyas obras publicó. Pero es a finales del siglo XIX, en que estalla un poco por todas partes la idea de sujeto forjada desde la época clásica, y con ella la representación de la identidad, cuando Europa se llena de máscaras: Zaratustra, Mr. Teste, Malte Laurids Brigge, Stephen Dedalus… entre los españoles: el Azorín de José Martínez Ruiz, el Alberto Díaz de Guzmán de Ramón Pérez de Ayala, el Sigüenza, de Gabriel Miró… Pero casi todos ellos tienen una naturaleza de personajes literarios más que de apócrifos, y actúan como un alter ego, como un doble más o menos imaginario del autor. Con los apócrifos de Antonio Machado (Abel Martín, Juan de Mairena, Jorge Meneses…) y con los heterónimos de Fernando Pessoa (Alberto Caeiro, Alvaro de Campos, Ricardo Reis…), cambia el escenario: ya no son personajes literarios sino personas ficticias, poetas de obra propia, con una identidad diferente a la del autor. Y es en este cambio de escenario, y en la radicalización de sus estrategias, donde hay que situar a los apócrifos de Max Aub. De Torres Campalans… Jusep Torres Campalans, por ejemplo, de quien Max Aub inventó una biografía plenamente verosímil, con la colaboración de escritores y críticos de arte realmente existentes, y con la acumulación de bibliografía, testimonios, catálogo e incluso obras, es alguien biográfica y psicológicamente muy distinto de su autor. Pero es en el terreno de las actitudes estéticas donde esta diferencia se plasma en toda su intensidad. En general, Campalans evoluciona desde una rápida fase de formación (1906-1907), influida por el Picasso azul y por el descubrimiento de Cezanne y Renoir, de Gauguin y Van Gogh, pasando por su etapa de plenitud, entre 1908 y 1912, en que se incorpora al movimiento cubista encabezado por Picasso y Braque, hasta llegar finalmente, en sus dos últimos años de actividad artística (1913-14), a una identificación con la pintura abstracta, geométrica, pura, que dará lugar a la serie de las tramas, que siguen muy de cerca a las de Mondrian. Al final de su vida, en 1955, después de cuarenta años de olvido de París y de su condición de artista, cuando se encuentra con Max Aub en San Cristóbal, en el estado mejicano de Chiapas, Jusep evocará su fácil entendimiento y su amistad con Mondrian, y calificará así su pintura: «pura expresión de su pureza», a la vez que no puede creer que Picasso, su modelo de los años parisinos, se haya hecho comunista, o que declara en cuanto al Guernica, del que ha visto una reproducción, que no le interesa. De su evolución y de sus ideas se deriva la figura de un apócrifo que, muy cercano a la Generación del 98 en sus orígenes, participa generacional y estéticamente de un Novecentismo que impulsa, además, los primeros movimientos vanguardistas (a la manera del Modernism anglosajón) desde objetivos de deshumanización y de pureza, con el decidido propósito de romper los vínculos con la tradición y de hacer brotar un arte nuevo, liberado de la representación. La dirección fundamental de la busca es la de un nuevo alfabeto, unas nuevas palabras, un nuevo lenguaje para la pintura, como no se cansa de repetir Torres Campalans, o si se quiere para la pintura y para la literatura, un lenguaje artístico autónomo. La diferencia con respecto al Max Aub defensor del realismo y del compromiso ético de la escritura, que por esos mismos años escribe Campo del moro y Campo de los almendros, pero que ya antes ha escrito el Diario de Djelfa y los dramas mayores de su teatro, Morir por cerrar los ojos, San Juan o No, no puede ser más abismal. Max Aub ha buscado en Jusep Torres Campalans su diferencia, lo que le hace heterogéneo consigo mismo, el otro como antagonista, la emancipación del apócrifo, en definitiva. …a Álvarez Petreña Jusep Torres Campalans se sitúa, en buena medida, aunque no sin diferencias, en la misma línea de creación del otro gran apócrifo aubiano, Luis Álvarez Petreña. Los dos representan la evolución del arte y de la figura del artista entre el Modernismo (Luis, sobre todo) y la Vanguardia (Jusep, especialmente) y los dos acaban repitiendo el gesto de Rimbaud: incapaces de encontrar sentido a sus vidas o a su arte buscan su única salida posible en la renuncia y en la huida. Los dos le sirven para expresar la agonía del sujeto histórico modernista-vanguardista y el fracaso de una estética autosuficiente. Al emanciparlos de su creador los constituye en antagonistas. Y en esa emancipación Aub va más lejos que Machado o que Pessoa. Más lejos que Machado porque el poeta sevillano no soltó nunca las riendas de sus invenciones, que además utilizó como aliados en su lucha contra Narciso y el arte autónomo, peones de una tradición que no existió y a la que a Machado le hubiera gustado pertenecer. Más lejos que Pessoa porque, si bien Pessoa es tan radical como Max en la aprehensión de la otredad, de la ajenidad de sus heterónimos, nadie fue tan lejos como Max en la pretensión de proporcionarles una realidad propia, empírica, contrastada, nadie acumuló tanta documentación, tantos artículos de prensa, tantos estudios críticos, tanta bibliografía, nadie contó con tanta complicidad de testigos reales que se prestaran a colaborar en la superchería, compartiéndola, corresponsabilizándose con ella, extrayendo por tanto la invención del ámbito de la imaginación personal para insertarla en la trama misma de la historia.

Article publicat al diari”ABC” el 25/01/03 per Tomás Segovia

Euclides 5

Yo también iba, como todos mis compañeros, al departamento de Euclides 5, la casa de Max Aub en la Colonia Anzures de la ciudad de México, un barrio en aquella época apacible y apartado. Pero mucho menos que los demás, de modo que a la distancia tengo la impresión de que, comparado con ellos, yo me quedé a la puerta de aquella casa. Seguramente lo que me retenía era lo mismo que a ellos los imantaba: esa casa era uno de los centros más visibles de la vida intelectual del exilio español, y también de la vida intelectual mexicana, a la vez por separado y conjuntando ambas cosas. Yo me escabullía de los centros, al principio por timidez, luego por actitud y finalmente por convicción. Después he pensado que la casa de Max Aub no era un centro, sino un crucero, tanto más abierto y movido por no estar tan cerca del poder y de la dirigencia como yo imaginé. No tengo espacio aquí para explicar la diferencia, que en otro lugar he comentado más despacio. Sea como sea, haberme quedado a la puerta de aquello que para mí era un centro dio un cariz particular a mi relación con Max Aub. Max era, parafraseando un dicho famoso de Juan Ramón Jiménez, el embajador cultural general de todos ante todos. Lo fue también para mí, pero más que con préstamos de libros, soplos literarios o relaciones editoriales, con apoyos muy concretos en mis dificultades prácticas, que fueron muchas en mi juventud. Cuando me vi en mi primer fuerte aprieto material, me sacó adelante ofreciéndome en la Comisión de Cinematografía de México, recién fundada, un empleo que no sólo me dio de comer sino que resultó muy importante en mi formación. Cuando una obra teatral que yo había escrito en verso vegetaba en mi cajón, inédita y tan inestrenada como las suyas, la incluyó en una serie de lecturas públicas con actores famosos que organizó. Cuando me encontró en París completamente aislado y pobre, me presentó a varias personas importantes, gracias a lo cual pude trabajar un poco para la editorial Gallimard y publicar en la revista española que hacía Juan Goytisolo. En esa misma época casi todo el poquísimo dinero que gané fue enviando colaboraciones a Radio Universidad de México, que dirigía él. Más tarde tuve dos veces, caso raro, la beca Guggenheim, y las dos fue él quien me avisó que la coyuntura era favorable y fue su dictamen uno de los cuatro que decidieron la concesión. Cuento estas cosas personales porque hay mucha gente que conoce muchísimo mejor que yo la vida de Max Aub, pero éstos son detalles que sólo yo puedo aportar. Y también para echar un poco más de luz sobre un aspecto bien conocido de su manera de ser: su generosidad. Porque su papel de universal mediador era por supuesto todo lo contrario de un comercio: era una misión y una fe, era una moral, como se ve en la repetida ayuda a un joven escritor que no formaba parte de su círculo, mucho menos de sus aduladores, ni era su discípulo y ni siquiera, Dios me perdone, expresó suficientemente su gratitud.

Article publicat al diari “ABC” el 25/01/03 per Antonio Muñoz Molina

MAX AUB EN EL ESPEJO DEL TIEMPO

No hay muchos escritores en el siglo XX español que tengan una figura tan atractiva y hasta tan novelesca como Max Aub: tampoco hay muchos que puedan encarnar tan perfectamente como él las encrucijadas políticas y las aventuras humanas del tiempo más oscuro de Europa. Casi desde su nacimiento, y hasta su muerte en México, Max Aub vivió en medio del gran flujo de avatares y desastres que agitaron Europa y el mundo, y si su niñez se vio trastornada por el comienzo de la I Guerra Mundial, que forzó a sus padres a un exilio que los trajo a España, su vida adulta recibió la marca igual de decisiva de la marea negra de los totalitarismos y de ese primer episodio de la II Guerra Mundial que fue la guerra civil española. Otras personas lograron vivir un poco más al margen, o eligieron apartarse de la corriente devoradora del tiempo: Max Aub, primero por azar, y luego por elección personal, estuvo siempre en los lugares candentes donde las cosas sucedían, y el relato de su vida desde julio de 1936 hasta su llegada a México no es menos fantástico o prodigioso que el hecho mismo de su supervivencia. También en México, aunque ya más asentada, su vida no dejó de tener una poderosa dimensión simbólica, un rasgo de destino colectivo, el de tantos españoles que perdieron su patria al perder la guerra civil y vieron luego cómo sus vidas se iban agotando en la espera del final de una dictadura que resultó tan inhumana en su duración como en su oscurantismo. Su regreso a España, el testimonio amargo que dejó de aquel viaje, atestiguan el desgarro sin remedio de lo que no puede recobrarse, el hecho cruel de que, como ha escrito Claudio Guillén, todo destierro es sobre todo un destiempo, de modo que se puede volver al país de donde a uno lo expulsaron, pero no al tiempo que uno no tuvo la ocasión de vivir. Noche oscura del siglo Pero Max Aub no sólo fue víctima y testigo de los acontecimientos de la noche oscura del siglo: también tuvo una actitud política ejemplar, de una lucidez que no abundó mucho entre sus contemporáneos: republicano y socialista de corazón, no separó nunca su amor por la justicia de sus convicciones democráticas, y supo que tan enemigo de la libertad humana era el estalinismo como el nazismo. En su ideario político, como en su literatura, el ser humano vivo y concreto es el valor supremo, y esa preferencia por las personas reales por encima de las abstracciones homicidas es lo que da una sugestión de verdad a su literatura y de clarividencia y honradez a sus posiciones públicas. Pero también a él hay que mirarlo en lo que hizo y en lo que fue como escritor, dejando a un lado los símbolos que enaltecen su figura, aunque también podrían aplastarla, o volverla borrosa, al convertirlo en muchas cosas más o menos admirables o abstractas ­el compromiso político, el exilio, la melancolía del regreso­ y ensombrecer lo que fue sobre todo, lo que más quiso ser, un escritor. A Max Aub no hay que recuperarlo como parte de una cultura perdida, de un sistema de valores que en la distancia se vuelve todavía más admirable: a Max Aub hay que leerlo porque fue un escritor de primera categoría, y porque sin su obra la literatura en español del siglo XX sería mucho más pobre, y más incompleta. Como ha recordado Miguel García-Posada, las seis novelas de El laberinto mágico tienen algo de la ambición narrativa de los Episodios de Galdós, y reúnen simultáneamente la rara virtud del documento imprescindible y de la invención novelesca más sólida y gozosa. Pero no son inferiores Las buenas intenciones o La calle de Valverde, y en la narrativa española de los últimos cuarenta o cincuenta años no hay otro libro que se compare en originalidad y descaro, en juego de ficción y realidad, con Jusep Torres Campalans. Más allá de nuestras fronteras civiles Hay excelentes escritores que son sólo novelistas: pero Max Aub, tan inquieto en sus tanteos y en sus aficiones estéticas, también es uno de nuestros mejores autores teatrales, como puede comprobar quien lea, entre otras obras, No o Morir por cerrar los ojos, o quien tuviera ocasión de ver hace unos años el montaje espléndido que el Centro Dramático Nacional hizo de San Juan. En su teatro, aún más que en sus novelas, Max Aub retrató la dimensión europea y universal de lo que había ocurrido en la guerra de España, y, a diferencia de casi todos los miembros de su generación, aún de los más perspicaces, tuvo una mirada que abarcaba más allá de nuestras fronteras civiles. Tampoco han sido muy habituales entre nosotros géneros tan valiosos, y tan frecuentes en otras literaturas, como la memoria personal o el diario. El yo, en las letras españolas, tiende a escabullirse o a hipertrofiarse: pero quien lea La gallina ciega o la selección de los diarios espléndidamente editada por Manuel Aznar encontrará esa cosa tan rara, tan imprescindible, la voz de alguien que habla claro y hondo de sí mismo, con aspereza y melancolía, con una conciencia irreparable de ausencia y de pérdida. Durante años hizo falta reivindicar a Max Aub, como a tantos otros escritores que se quedaron sin público al quedarse sin país, buscar su ejemplo civil en un tiempo de confusión y desmemoria: ahora ha llegado el momento de leerlo, de leerlo de verdad, a fondo, de otorgarle el sitio que merece en los repertorios de la mejor cultura española y en la biblioteca y en el corazón de cada uno de sus lectores.

Article publicat al diari “Avui” el 21/01/03 per Ester Pinter

Una mostra reivindica Max Aub com a escriptor i artista plàstic

Més de 50 entitats han prestat fons per reconstruir el puzle de la vida i l’obra de l’escriptor i dramaturg Max Aub, nascut a París el 1903, instal·lat a València el 1914 i exiliat a Mèxic el 1945, on va morir el 1972. En total, prop de 200 obres, entre llibres, pintures, dibuixos, fotografies, cartells, cartes personals i altres objectes conformen “L’univers de Max Aub” . Pel conseller de Cultura de la Generalitat Valenciana, Manuel Tarancón, aquesta mostra, així com el seguit d’actes i iniciatives que vindran al darrere en aquest any declarat de Max Aub, “justifiquen tota una vida dedicada a la política”. Al seu parer, Aub ha passat de ser un “autor inexistent” a un “clàssic de la literatura espanyola absolutament inimitable”. Però la mostra, comissariada pel crític Manuel García, va més enllà d’una repassada a la vida i obra de l’autor d’ El laberinto mágico . L’exposició ret homenatge als exiliats i permet admirar un retrat col·lectiu d’alguns dels millors exponents de la cultura espanyola, iberoamericana i universal de mitjans del segle XX. La mostra, que compta amb el patrocini de Bancaixa i la Societat Estatal de Commemoracions Culturals, s’articula en vuit apartats. “Les avantguardes artístiques” (1928-1936), “Art i guerra”, “El Pavelló Espanyol” (1936-1939), “Art i exili” (1939-1975) i “Art mexicà” (1914-1962) componen la primera sala. En este espai, es mostren treballs que els intel·lectuals espanyols van realitzar per al Pavelló de la República Espanyola a l’Exposició Internacional de París, amb l’exhibició dels esbossos del Guernica de Picasso; obres de Benjamín Palencia, Ricardo Boix, André Breton i Aub mateix, així com creacions dels muralistes Orozco, Siqueiros i Rivera. La segona sala mostra la relació de l’autor amb el teatre, la ràdio i el cine, i compta amb les seccions “Els amics de Max Aub” i “Crims exemplars” . Amb caràcter inèdit es mostren fotografies surrealistes firmades per Álvarez Bravo i Kati Horna. Altres noms que apareixen a l’exposició per la seva vinculació amb Aub són Juli González, Joan Miró, André Malraux, Josep Renau, Octavio Paz, Luis Buñuel, Pau Casals, Luis Cernuda i León Felipe, entre d’altres. Elena Aub, filla de l’escriptor, remarcava ahir que la inauguració d’aquesta retrospectiva “seria per a Max, que tants dubtes va tenir sobre l’estima dels altres, un dels moments més feliços de la seua vida”. Després de València, la mostra viatjarà al Cercle de Bellas Artes de Madrid, a Mèxic D.F. i a París.

Article publicat al diari “ABC” el 18/01/03 per Miguel García Posada

Episodios nacionales

Ibérico más que español,hasta la exasperación, pese a ser hijo de alemán y de francesa y haber nacido en París y no llegar a España hasta los once años, Max Aub fue un privilegiado testigo de la tragedia española del siglo XX. Novelista, poeta, cuentista, dramaturgo, ensayista, pintor a ratos, quedará Aub no sólo como creador de maravillosos personajes apócrifos, tal Josep Torres Campalans, e impotente desterrado que no entiende el paso del tiempo en su libro de reencuentro con España en 1969 (La gallina ciega), sino ante todo como el portentoso demiurgo de El laberinto mágico, su magistral serie de seis novelas sobre laguerra civil, que constituye el empeño más cabal por expresar la épica y el dolor de España (y el dolor y desarraigo de los hombres) durante los tres años cainitas. Heredero de Quevedo, en la estela de Valle, ceñido y soberbio en cada palabra, en cada frase, Aub suscita un retablo -o un fresco- de personajes, pero también de muñecos, un retablo coral de criaturas que transitan diversos escenarios (Madrid, Barcelona, Valencia, Alicante, el sur de Francia), donde mana ante todo la desolación por el fracaso histórico que constituye una guerra fratricida. Aunque sus simpatías republicanas sean evidentes, Aub no es sectario: ve la grandeza y la miseria de los comportamientos humanos y el desmedido derroche de energías de un pueblo acreedor a mejores destinos. Los seis «Campos» (Campo cerrado, Campo abierto, Campo de sangre, Campo francés, Campo del moro y Campo de los almendros) representan una de las cimas del arte narrativo en lengua española, que le llevó casi treinta años de trabajo, pero que son un poco -o un mucho- los «Episodios Nacionales» de nuestro siglo XX.

Article publicat al diari “ABC” el 18/01/03 per Trinidad de Leon-Sotelo

El centenario de Max Aub limpia de clichés al escritor que supo hacer del exilio un paradigma

Max Aub (París, 1903-México 1972) cuenta en La gallina ciega el diálogo que mantuvo con ocasión de su viaje, que no regreso, a España allá por 1969. Dice el escritor que un amigo se dirigió a él diciéndole , «te haremos un gran homenaje el día que cumplas cien años». Respondió el autor que no sólo era posible, sino que puesto a decir la verdad, no lo dudaba. Profecía cumplida gracias a una España muy distinta a la que le obligó al exilio. La cuestión es que aquel niño francés que, junto con su familia, se trasladó con sólo 11 años a Valencia eligió ser español y, también mexicano, por deseo propio. El programa de actividades que ayer se presentó en la Residencia de Estudiantes por la Comisión General del Centenario de Max Aub es amplio e interesante. La citada Comisión está formada por la Fundación Max Aub, que preside Elena Aub, hija del escritor; el Ministerio de Cultura, la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, la Residencia de Estudiantes, la Consejería de Cultura de la Generalidad valenciana, el Ayuntamiento de Segorbe, la Biblioteca Valenciana, el Instituto de México, la asociación Amitiés Internationales André Malraux, las Diputaciones de Castellón y Valencia y Bancaja. De Miró a Picasso Una exposición, «El Universo de Max Aub», se abrirá el lunes hasta el 30 de marzo en el Museo de Bellas Artes de Valencia. Desde el 13 de abril hasta el 4 de mayo estará en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. El público podrá admirar pinturas, grabados, esculturas, dibujos, manuscritos, bocetos de figurines…, con obras de Julio González, Dora Maar, Joan Miró, Picasso, Moreno Villa y Benjamín Palencia. Otras exposiciones serán «Vida y obra de Max Aub» y «Geografías». Habrá congresos en París y Verona, mientras que en la Universidad Menéndez Pelayo se celebrará un curso de verano. Habrá un ciclo de teatro con la representación de «El cerco», «Narciso» y una adaptación de la novela «Yo vivo». No faltará una convocatoria de premios de cuentos y la presentación del I premio de Cortometrajes y audiovisuales. Se fomentarán las publicaciones del escritor tanto en prosa como en verso y se celebrarán unas jornadas -«Campo abierto: Max Aub en la España de 2003»- en la Casa de América los días 21, 22 y 23 de enero. Elena Aub, que participó en el acto de ayer, manifestaba a ABC su alegría, aunque no dejaba de dar paso a cierta pena porque su padre no pudiera ser testigo. Piensa que puede haber llegado el momento de que lo lean «entendiéndole, sabiendo lo que quería decir, y no como a un rojo pesado». Se lamentaba de los años en que ha estado prohibido. Miguel González Sanchís, director de la Fundación Aub y comisario del centenario, se remontaba a 1969, año en el que el escritor viajó a España, para decir que hasta entonces ni en la escuela ni en la Universidad le habían mencionado el nombre del autor de «Campo de sangre». Fue en una librería de viejo donde le esperaba un libro del autor y un largo camino de reivindaciones hasta que en 1997 se inauguró la Fundación que dirige. Manuel Tarancón, consejero de Cultura de la Generalidad valenciana, aseguró que quedó deslumbrado por la obra de Aub, «que abrió una ventana en mi vida». La celebración del centenario se le antoja un acto de justicia histórica con un hombre que mantuvo su vocación a ultranza. Si al final del acto, Elena Aub, manifestó la ayuda recibida «desde el poder, desde el poder es querer, y su generosidad», no menos parabienes recibió ella en representación de toda una familia que siempre se ha mostrado dispuesta a colaborar. José María Merino dijo representar a una sociedad de narradores que nacieron tras la guerra civil y no supieron nada de Max Aub. «La idea, en cierto modo pintoresca, que se ha venido dando de él, será corregida en este centenario», explica. En su opinión, el autor fue un renovador que destacó en la novela y el relato, en el microrelato y el ensayo. Como intelectual aseguró que lo era desde una absoluta independencia de criterio, en contra del totalitarismo. «Siempre defendió, afirmó que la política era una «cuestión moral»». No olvidó que Aub fue quien acuñó el concepto de «la España transterrada». Luis Alberto de Cuenca, secretario de Estado de Cultura, que no cerró el acto para que lo hiciera Elena Aub, dijo del escritor que «su obra es un laberinto mágico en el que es una delicia extraviarse». Elena y sus hermanas, María Luisa y Carmen, desean que lo conozcan los más jóvenes. Ayer acudieron a la Residencia las dos primeras y algunos de sus descendientes. Felices.

Article publicat a “El Periódico” el 18/01/03 per Luz Sanchís

L’Any Max Aub recupera la veu de l'”espanyol voluntari”

Max Aub (1903-1972) era fill d’alemany jueu i de francesa, va créixer a París, va viure a València i es va exiliar a Mèxic. Però es va fer escriptor espanyol perquè va voler escriure en aquesta llengua. Aquest any es commemora el centenari del seu naixement i s’han organitzat nombrosos actes al voltant de la seva figura. La Residencia de Estudiantes va acollir ahir a Madrid la presentació de l’homenatge, que constarà d’exposicions, congressos, representacions teatrals i reedicions de les seves obres. Elena i María Luisa Aub, dues de les filles de l’escriptor, van participar en la presentació del centenari juntament amb el secretari d’Estat de Cultura, Luis Alberto de Cuenca; el conseller de Cultura de la Generalitat Valenciana, Manuel Tarancón; el director de la fundació i comissari del centenari, Miguel García Sanchis, i l’escriptor José María Merino.

OBLIT INJUST

El conseller Tarancón va voler deixar clar que l’homenatge no serà només cosa d’un any: “La recuperació de l’obra de Max Aub, injustament oblidada, va començar fa temps i té garantia de futur, no és una fogonada ni una mascletà”. Merino i García Sanchis també van cridar l’atenció sobre l’oblit en què va caure l’obra d’Aub durant molts anys, “quan els llibres de literatura s’acabaven el 1898 i els professors no l’anomenaven”. El centenari permetrà unificar les visions, no sempre encertades, sobre aquest “polièdric escriptor”, que va cultivar novel.la, conte, assaig, memòries, microrelats, teatre i poesia. Merino va recordar que l’autor d’El laberinto mágico i La gallina ciega va ser un “espanyol voluntari” perquè va triar escriure en castellà, i una de les grans veus del segle XX per la seva “precisió, concisió, originalitat i lèxic extraordinari”. Aub, per a qui la política “era una qüestió de moral”, va mantenir una independència absoluta des de la seva ideologia socialista i es va exiliar a Mèxic després de ser detingut a França i tancat en camps de concentració a l’acabar la Guerra Civil. Vinc, però no torno”, va dir Aub el 1969, quan va viatjar a Espanya. La seva negativa a transigir amb el franquisme el va convertir en un “exiliat professional”, segons Merino.

EXPOSICIONS I CONGRESSOS

Durant aquest any commemoratiu s’organitzaran multitud d’actes culturals a Madrid, València, Sogorb, París i Mèxic que pretenen reflectir el cosmopolitisme i la diversitat de les activitats intel.lectuals que va dur a terme l’escriptor. Se celebraran mostres com “El universo de Max Aub”, que s’inaugura el dia 20 a València i que després viatjarà a Madrid, París i Mèxic; Max Aub en el laberinto del siglo XX i “Las geografías de Max Aub”. També s’han convocat beques, un premi de curtmetratges i un altre de periodisme, taules rodones, congressos a París, Verona i Santander i un cicle de teatre en què es representaran Narciso, El cerco i Yo vivo, a més de la impressió d’un segell de correus commemoratiu.

Article publicat a “El Mundo” l’11/04/02 per Francisco Díaz de Castro

Obra poética completa

Decía J. E. Pacheco que el verdadero Aub está en todos y cada uno de los campos que frecuentó su imaginación. La publicación de su poesía viene a mostrar hasta qué punto es cierto y permite apreciar desde la faceta lírica el hacerse de uno de los autores mayores de la generación perdida de la República.
Escritos a los 19 años, Los poemas cotidianos (publicados en 1925) se vinculan a un cierto simbolismo francés (Jammes, Laforgue) y a la tradición posmodernista hispánica con poemas sentimentales, cercanos a los de González Blanco o Díez-Canedo, quien, por cierto, prologaba esta entrega juvenil destacando ya al “hombre múltiple” cuya perpetua mudanza sabe convertir en poesía, más allá de sus versos “inseguros”.
A partir de su segunda incursión en la poesía logra Max Aub sus poemas más valiosos. Primero, los que componen el estremecedor Diario de Djelfa (1944 y 1970), crónica de su estancia en el campo argelino de concentración en el que permaneció entre 1941 y 1942, tras un interminable periplo por distintas cárceles francesas desde 1939. “No puedo callar lo que vi para escribir lo que imagino”, escribía en sus Diarios y, en efecto, una tensa voluntad de testimonio colectivo y la expresión emocionante de la angustia y la nostalgia vividas día a día concentran la escritura de estos poemas de riquísima especulación verbal, de amplia variedad estrófica y de aguda sensibilidad ante la naturaleza norteafricana, únicas armas, las del arte, para resistir el hambre, la desesperación y el horror: “les debo quizá la vida porque al parirlas cobraba fuerza para resistir el día siguiente”. Lástima que no se incluyan las seis fotografías que publicó X. Candel en su edición del Diario en 1998.
La Antología traducida (1963, 1972) es el producto lírico más logrado y más vivo de este Aub que hace del juego de identidades un instrumento de conocimiento. Desde un “anónimo” egipcio de la XVIII dinastía hasta un poeta californiano muerto en 1964, incluyendo a un fantasmagórico Max Aub, las máscaras del autor abundan, en su polifonía, sobre su propio tratamiento del amor y la muerte, de la soledad y la angustia del tiempo. Quizá sea el modelo machadiano del cancionero apócrifo (incluidas las imprescindibles viñetas “biográficas”) el principal de sus precedentes poéticos en estas eficaces imposturas, que se extienden a la breve entrega posterior, Versiones y subversiones (1971), y al libro póstumo Imposible Sinaí (1982), así como a abundantes poemas sueltos.
Imposible Sinaí reúne en torno a la guerra árabe-israelí de los 6 días (1967) unos poemas que, desde la denuncia de las guerras, pretenden comprender lo sucedido. Como sugiere López Casanova en su excelente introducción, este conjunto sintetiza dramáticamente, en las voces de las víctimas, las claves que dieron sentido a Diario de Djelfa y Antología traducida. Gracias a este volumen I de las Obras completas dirigidas por Joan Oleza, la faceta más desconocida de Aub cobra vida y actualidad, y muestra en qué medida eran modesta ironía sus cervantinas excusas por no ser buen poeta.

Links

http://www.maxaub.org/index.html

Fundació Max Aub

http://www.epdlp.com/aub.html

EPDL

http://cervantesvirtual.com/portal/Exilio/

Max Aub i l’exili