Obra
Barcelona, mapa d’ombres
Article publicat a “El País” el 19/06/2004 per Marcos Ordóñez
Sol en Barcelona
Uno. Toni Casares se merece un doble aplauso: como programador y como director de escena. Esta temporada ha impulsado en la Sala Beckett un conjunto de nuevas obras con un objetivo común: redescubrir Barcelona desde un escenario, crear ficciones que hablen del aquí y el ahora de la ciudad y sus gentes, frente a la excesiva abstracción de la dramaturgia catalana de los últimos años. No hemos visto todavía, quizá por falta de sensibilidad política, ese teatro con marchamo británico del que les hablaba hará unas semanas, capaz de meter el dedo en las llagas sociales de nuestro momento sin caer en la farsa o el panfleto: todo llegará. A cambio, el proyecto nos ha regalado dos joyas que huyen por igual de las servidumbres del “teatro joven, rabiosamente joven” (que siempre suele estar hecho por jóvenes viejos) y del sociologismo inane con pretensiones de diagnóstico: tras Barcelona, mapa de sombras, de Lluïsa Cunillé, pieza maestra del ciclo y culminación de una escritora en plenitud, acaba de estrenarse Llueve en Barcelona (Plou a Barcelona), de Pau Miró, un joven actor y dramaturgo, con tres obras en su haber, que alcanza su primer logro rotundo. Los amantes de tomar el rábano por las hojas, o de mirar al dedo cuando señala la luna, han querido reducir esta función a los roles sociales de sus protagonistas -una puta, su chulo y su cliente- como si para hablar de Glengarry Glen Ross dijéramos que va de vendedores de parcelas. El tono de Llueve en Barcelona, muy sabiamente modulado, es su primer hallazgo. No hay -¡oh sorpresa!- explotación del cuerpo femenino en escena, ni violencia pirotécnica. Tampoco hay clichés psicológicos. Es, si quieren, una “pequeña historia”, pero nadie lleva trajes cortados en serie. El chulo no habla en cheli, ni es agresivo y tatuado. La puta no es líricamente desgarrada. El cliente no es un cabrón seboso. Aquí nadie es “de una pieza”. Aquí hay humor inesperado, emoción inesperada, ternura y ferocidades imprevistas. Tampoco los conflictos aparecen a golpe de silbato, según las pautas de manual: la comedia nació en un taller de Javier Daulte, y vaya si se nota. No voy a contarles el argumento ni sus giros. Sólo les diré que a Cassavetes le hubiera gustado mucho esta función. O a Kaurismaki. Todo serpentea, como una red de aguas subterráneas que pueden brotar debajo de una cama o frente a un cuadro repentinamente ominoso, o en mitad de un entierro anunciado. Aquí hay suaves intermitencias del corazón, penas que no saben gritar su nombre. Y un poderoso anhelo de poesía, aunque llegue en envoltorios de bombones. Aquí se crea una familia, con su férrea mixtura de vínculos y ataduras. Éste es un cuento moral, profundamente moral, porque los personajes se enfrentan a sus conflictos, crecen y aprenden, pierden batallas y ganan guerras. ¡Qué enorme rareza, cuando el catón de la posmodernidad exige ruido y desolación, la perfecta receta para que todo siga igual, para no atreverse a nada verdaderamente original, para no encontrar la isla del tesoro según nuestros propios mapas! Dos. La muchacha es Alma Alonso, todo un descubrimiento, que interpreta su papel como una Rita Tushingam de barriada -el Raval barcelonés- con verdadero sabor a miel, liviana o adensada, en sus ojos y en sus frases. El primer hombre (a ratos padre patrón, a ratos hermano menor) es Alex Brendemühl, el sorprendente actor de En la ciudad y Las horas del día: una bestia parda de una gran delicadeza, que recuerda al joven James Caan de The Rain People, y al que quizá sólo le sobre una cansina risilla nerviosa a lo Beavis (o Butthead, no sé). El segundo hombre (a ratos hermano mayor, a ratos padre patrón) es Carles Martínez, dibujando frase a frase un biotipo catalanísimo, un cuervo con alas y pico de gaviota, una mezcla indiscernible de racionalismo y locura. Sí, reconocemos perfectamente a esos personajes, por debajo -o por encima- de sus roles. Ése es, insisto, el gran acierto de Llueve en Barcelona, la clave de su conexión con el público, un público que se rompe las manos aplaudiendo al final de cada representación. La identificación no se produce por la vía del costumbrismo. No es un sainete, ni, aunque lo parezca, una tranche de vie sin ventanas. Es algo mucho más sofisticado, porque esa máquina se mueve con un gran respeto hacia su material y hacia su audiencia, porque no da las cosas mascadas ni ofrece empatías instantáneas con los personajes. Las constantes ambigüedades del relato están servidas con una gran claridad expositiva. No hay mejor relato, para mi gusto, que el que adopta la transparencia de un lago dejando entrever, sin imponerlas, las muchas y diversas capas de agua que separan la superficie y el fondo. En este juego es fundamental la elección de una escenografía tan precisa y tan hiperrealista como la que han creado Max Glaenzel y Estel Cristià, ceñida por una orla blanca que es un toque de genio: en un mismo plano se conjugan la verdad “natural” y un marco que le confiere un toque onírico, una distorsión imperceptible a simple vista pero muy poderosa a medio plazo, como si un cuadro de Hopper estuviera cobrando vida ante nuestros ojos. Y, volviendo al sombrerazo del principio, la clave última es el trabajo de puesta en escena de Toni Casares, cada vez mejor director. Su trabajo en El club de las pajas, de Albert Espinosa, ya nos ofreció un primer acto memorable, y aquí no da ni una nota falsa, poniéndose absolutamente al servicio de la función, guiando a los actores paso a paso, jugando, con la humildad de un joven maestro, en esa doble y sutilísima escala de la mirada conceptualizada por el decorado: realidad estilizada, clara y honda, “poetizada” desde dentro, sin agitar campanitas ni buscar el lucimiento de la firma. Llueve en Barcelona: teatro absoluta y necesariamente “exportable”, que sólo parecerá “localista” a quienes quieran leer así las piezas de Pinter o de Mamet o de Arniches. En la Beckett, cita obligada, hasta el 27 de junio.
Article publicat al diari “El País” el 20-03-2004 per Marcos Ordóñez
Barcelona, mapa de sombras: caza mayor
Uno. Lluïsa Cunillé ha escrito una de las grandes funciones de la temporada y de muchas temporadas: Barcelona, mapa de sombras. En la sala Beckett, hasta el 11 de abril. Una comedia feroz, lírica, valiente, imprevisible, misteriosa y diáfana; formidablemente interpretada y dirigida; tan decisiva y culminante como Días enteros en las ramas, de la Duras, o Moonlight, de Pinter. Sus protagonistas son un viejo matrimonio en una vieja casa del Ensanche barcelonés, donde “las almas son bajas y pequeñas como gateras”. El hombre va a morir. Una calurosa noche de verano, él y su esposa hablan con los realquilados, uno a uno, para pedirles que se vayan: quieren estar solos en ese tramo final. Tres realquilados. Una mujer rubia, hastiada y libre, que sobrevive dando clases de francés. Una muchacha suramericana, embarazada, que trabaja mil horas en un bar. Un joven vigilante de seguridad, ex futbolista, abandonado por su pareja. En la cuarta escena aparece el hermano de la esposa, cirujano, homosexual. Todos van a hablarnos, por espacio de dos horas. ¿Recuerdan a Leonor Watling en Mi vida sin mí, contándole a la protagonista agonizante, sin preámbulos, la terrible historia de las siamesas que murieron en sus brazos? ¿Recuerdan a la Mujer Zurda de Handke, aquella noche en la que se reunió con la gente a la que había conocido durante el día, y de pronto todos rompieron a hablar? O mejor dicho, se deslizaron hacia la narración; alcanzaron sin preámbulos el único estado desde el que pueden ser dichas las cosas verdaderamente importantes. Bien: Lluïsa Cunillé es de los poquísimos escritores que sabe colocar a sus personajes instantáneamente en ese estado. Sin falsa poesía, sin construcción del sentimiento, sin clarines de aviso; sin esos momentos en los que el Echanove de turno se queda mirando al tendido y dice: “Nosotros también teníamos chófer”. Sus personajes habitan ese estado porque ni esperan nada ni tienen nada que perder. Y es entonces cuando brota no un recuerdo, no una confesión, no un grito declamado, sino, como pedía Whitman, “something far away from a puny and pious life / something escaped from the anchorage and driving free”. Lourdes Barba, la directora, ha sabido acompañar a sus actores hasta ese estado. No es tarea fácil. De hecho, es tan difícil como acceder a él desde la escritura. Dos. El viejo no duerme porque teme morir en cuanto cierre los ojos. Era portero en el Liceo, y conoció a la Callas y a su perro, y allí aprendió a disfrazarse. Se tira pedos como quien dispara al aire. Todos sus amigos han muerto o viven demasiado lejos. El viejo es Alfred Luchetti, y está para comérselo, para devorarlo, con esa humanidad y esa transparencia (“de cristalito”) que sólo alcanzan algunos cómicos cuando empiezan a estar de vuelta, cuando ya no esperan nada innecesario. La profesora de francés escribió, en su juventud, un libro, “tan descatalogado como las ideas que contenía”. Conserva la foto de un muchacho que asesinó a su madre y bailó desnudo sobre su cadáver. La ciudad se le ha vuelto indistinta. Su hijo es arquitecto y ha contribuido a destruirla. Una ciudad tomada por los especuladores y los corredores de footing y los turistas y los delincuentes; una ciudad en la que los bares son “completamente inofensivos”. La profesora es Lina Lambert, eterna cómplice de Lluïsa Cunillé: una elegancia oscura, una voz como una luz tenue y precisa en la madrugada. La esposa escribe un diario secreto desde su infancia. La esposa es Mon Plans, que aquí está como nunca ha estado, como un cruce entre Frances Conroy, la madre de Six Feet Under, y Cloris Leachman en The Last Picture Show. La escena de su encuentro con el joven vigilante (Jordi Collet) que anhela una madre, que susurra el himno del Barça como una elegía del mismo modo que ella le canta La Bohème como una nana, es el ojo abierto y central y desvelado de la función: no se puede escribir mejor, no se puede interpretar mejor. Daniela Corbo es la extranjera, la sangre nueva y mestiza, la portadora del hijo futuro; otra mujer feroz, otra actriz feroz en esta galería de actrices y mujeres feroces. Albert Pérez es el hermano, el cirujano que quiere ser ruso. Y es casi una mujer feroz. Sueña con incendiar la ciudad, rescatar a su hermana y viajar juntos, muy lejos, en el Transiberiano, como Blaise Cendrars y la petite Jeanne de France. Busca a alguien, “alguien a quien he de conocer esta noche, y que me lo explicará todo”. Cuando llegue la última escena, en la alcoba del matrimonio, al final de la noche, se consumará el prodigio: sabremos todo, absolutamente todo, de estos personajes, como en un culebrón que de repente muestra su envés de nudos, en passant, sin darle mayor importancia: grandes revelaciones, incestos, paternidades ocultas, combustiones espontáneas. Tendido en la cama, en la oscuridad, el viejo volverá a escuchar las frases del general Sánchez el 26 de enero de 1939, cuando los fascistas españoles fueron abrazados por los fascistas catalanes: una escena que Brossa y Bernhard hubieran aplaudido, llorando a carcajadas. No falta ni sobra nada en este texto. Todo es importante, nada es “simbólico” o “significativo”. No hay costumbrismo. No hay opacidad. Lluïsa Cunillé ha dado un gran salto con esa obra, pero sigue siendo escandalosamente desconocida fuera de Cataluña. Porque su tono es inusual. No es una autora difícil, como se ha dicho. Es una autora clara: lo que sucede es que hay demasiado ruido, demasiado tintineo a su alrededor. Y es una autora mayor, que quedará, cuando caigan las etiquetas y la pereza receptiva. Hay que correr a aplaudir Barcelona, mapa de sombras.
Article publicat al diari “La Vanguardia”el 07/03/2004 per Joan-Anton Benach
En el triste y abatido Eixample
Historias barcelonesas escritas desde la emoción o desde la contemplación. Desde unas complicidades afectuosas o desde una actitud crítica frente a la autosatisfacción desmesurada y el triunfalismo suicida. La temporada 2003-04 de la sala Beckett tendrá su principal referente en un pequeño repertorio donde la ciudad de Barcelona habrá constituido el hábitat natural de los personajes y las situaciones dramáticas. Lluïsa Cunillé, una de las voces radicalmente subversivas del texto teatral más o menos aristotélico, ha sido invitada a este ciclo, cuyos propósitos ha abrazado con verdadero fervor. Campeona de la ambigüedad y de la indefinición paisajística, escritora muy proclive a crear unas auras de misterio alrededor de sus personajes, ha aprovechado a fondo la oportunidad que se le brindaba y su Barcelona, mapa d’ombres parece situarse en el lado opuesto a sus predilecciones. La pieza, en efecto, rebosa barcelonismo de principio a fin, y todo resulta en él identificable. Cada episodio tiene su escenario correlativo concreto y cuestiones estrictamente locales, como las obras de la Sagrada Família o el incendio del Liceu, tienen cabida en los acerados comentarios de Cunillé y en las asombrosas revelaciones de sus criaturas. El sombrío recorrido de la obra tiene lugar en uno de esos pisos tristones de un Eixample de modestísima clase media, donde el tiempo se ha pegado en las paredes y por el aire circulan tufos enmohecidos. Un matrimonio maduro, el marido enfermo, a punto de ingresar en fase terminal, pide a sus inquilinos que dejen la habitación alquilada para que el hombre pueda pasar sus últimas semanas en paz, con la grata compañía de la esposa. El cordial desahucio se produce a través de unos diálogos un tanto morosos, cansinos, dudosamente interesantes. Hasta las dos últimas escenas no adivinaremos las razones de esa lentitud expositiva, en la que, por otra parte, campa a sus anchas la ironía poco explotada de la autora. Un ejemplo: la primera inquilina invitada a largarse es Lina Lambert, en la vida real una acreditada profesora de inglés, pero que en la pieza abomina de este idioma para proclamar todos los encantos de la lengua francesa. Tres cuartas partes de Barcelona, mapa d’ombres se presentan con un quietismo agobiante. Restando veinte minutos a los diálogos iniciales, la obra ganaría notablemente. Con todo, al final se entiende tan larga y densa calma. Broma póstuma La visita del hermano de la mujer, un médico especializado en casos de anorexia, dispara tremendas sospechas sobre la realidad familiar que el espectador habrá juzgado perfectamente canónica, para que estalle, en la última escena, una fantástica pirueta travestista, con un desenlace contaminado de gran tragedia clásica y tocado por desarreglos parentales de enorme magnitud. Esa broma póstuma de Cunillé pone la atmósfera crepuscular y desamparada de la historia al borde la tragicomedia. De hecho, hay una pulsión a la “boutade” a lo largo de toda la obra y haría falta una lectura atenta del texto para calibrar dónde empiezan y dónde acaban la sensatez, el sentido crítico, la provocación y el exabrupto en esa peripecia que ocurre en una Barcelona cuya noche, según la autora, sólo es habitada por delincuentes y turistas. Lurdes Barba ha realizado un magnífico trabajo de dirección, aun sin haber controlado el tempo del relato: nadie puede creer que todo lo que se cuenta aquí ocurra en una sola noche, antes de que el matrimonio se vaya a la cama. Es el único fallo de un espectáculo que, en el capítulo interpretativo, Barba ha cuidado con sensibilidad y exigencia. Excelente Alfred Lucchetti y formidable Mont Plans en un papel inquietante hasta la última escena. En la figura de un psiquiatra, escéptico y sarcástico, Albert Pérez ofrece una de las mejores actuaciones que le recordamos. Eficaces y convincentes, Lina Lambert, Jordi Collet y Danielle Corbo. Un tanto indiscutible para el ciclo de la Beckett.